(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 3 de mayo de 2009)
El equipo de un pueblo
La filosofía del Athletic, esa ley no escrita sobre la que tanto se ha escrito, tiene un origen difuso. No hay un momento concreto conocido a partir del cual el club bilbaíno decide competir de una manera peculiar, diferente a los demás. Que Veitch y Smith, los últimos extranjeros en jugar con el Athletic, dejaran la plantilla en 1912 no se debió a una decisión adoptada por la junta directiva. Fue una casualidad. Lo que ya no lo fue tanto fue que el club no volviera a contratar más foráneos. Era inevitable que un presidente nacionalista, Alejandro de la Sota (1911-17), y un equipo campeón como el de Pichichi y Belauste, formado por entero con jugadores vizcaínos, despertaran una corriente de exaltación de lo propio. Las últimas experiencias con extranjeros, además, habían provocado polémicas muy serias con la federación y con los rivales.
La historiografía rojiblanca se ha centrado en destacar la influencia que el nacionalismo vasco, entonces en pleno auge, tuvo a la hora de forjar la tradición y definir lo que Patxo Unzueta calificó como «la fisonomía espiritual del club». Pero lo cierto es que la implantación progresiva de la filosofía del Athletic hasta su completa adhesión popular trasciende la política y supera las ideologías. O mejor dicho: las abarca a todas. De ahí que, en su respeto integral a lo largo de los años, se hayan unido nacionalistas vascos y nacionalistas españoles, monárquicos y republicanos, liberales y carlistas, falangistas y comunistas. De hecho, algunos de los más escrupulosos y dogmáticos defensores de las esencias rojiblancas fueron los presidentes que gobernaron el club durante el franquismo. Y es que la filosofía del Athletic permitía que cada aficionado arrimara con ella el ascua a su sardina. «Continuaremos en lo sucesivo defendiendo los atléticos con jugadores vizcaínos, vascos, jugadores de España, pues no queremos nada de nadie», declaró un entusiasmado Enrique Guzmán tras la monumental victoria en la Copa de 1958.
¿Por qué sucede esto? Pues porque la realidad es que la filosofía del Athletic, con todas sus peculiaridades, contradicciones y malentendidos, se impuso y arraigó para siempre a base de victorias y alirones, de satisfacciones y grandes recibimientos con cohetes y bandas de música. En fin, que no se trataba de exacerbar las señas de identidad por un simple impulso ideológico sino por puro entusiasmo. No es casualidad que fuera el equipo de mister Pentland, el más grande y laureado de la historia del club, un equipo creado por un nacionalista como Manuel de la Sota que sólo quiso fichar jugadores vascos pero presidido luego por un hombre de derechas como Manuel Castellanos, el que acabara desatando el sentimiento básico y primigenio del que nace la filosofía rojiblanca: el orgullo. El puro, simple y lógico orgullo. Ni más ni menos. En el fondo, se trata de algo de lo más natural. ¿Qué mayor satisfacción puede haber para un bilbaíno que ganar, jugando sólo con chavales de casa, a equipos que ya entonces se reforzaban hasta los dientes como el Barça o el Madrid?
Un detalle con el inglés
La final de Copa de 1933 fue uno de esos hitos que acabaron de convertir al Athletic en un caso único en el fútbol mundial, como dijo 'L' Equipe'. Tras despistarse en la Liga y perder algunos partidos que le acabaron alejando del Real Madrid, el equipo rojiblanco llegó a la final de Copa obligado a la victoria. Mister Pentland había anunciado su marcha al final de temporada -no llegó a un acuerdo con la directiva y aceptó la oferta del Atlético de Madrid- y sus pupilos querían despedirle a lo grande, es decir, dejándole sin sombrero y haciendo una paradita estratégica en las Bodegas Bilbaínas de Haro antes del gran recibimiento en Bilbao. El problema es que, como en la Liga, en la final iban a tener enfrente al Real Madrid de los vascos, el de Ciriaco, Quincoces, Olaso, Lazcano, los hermanos Regueiro... Y Zamora de portero. Mucho toro.
El 25 de junio de 1933, el Athletic saltó al césped de Montjuic con una satisfacción: la de cruzarse con los jugadores del Erandio que acababan de ganar la final amateur. Era un buen presagio. El partido, sin embargo, se torció pronto para los rojiblancos. El Madrid, con el irundarra Luis Regueiro a la batuta, salió a morder. En el minuto 22, tras un chutazo de Olivares que Blasco no pudo atajar, Lazcano hizo el 1-0 para los blancos. La tropa bilbaína estaba tocada y pasó serios apuros hasta que comenzó a reaccionar, poco antes del descanso. En la segunda parte salió otro Athletic. La máquina se puso en marcha y el Madrid comenzó a pasarlo mal. Muy mal. En Montjuic sólo había un equipo. En el minuto 25, Gorostiza logró el empate y el colmillo rojiblanco se acabó de afilar. Tras el saque de centro, Roberto cortó un avance de Regueiro y envió el balón a Bata, que aquella tarde jugaba de interior izquierda por lesión de Chirri II. El baracaldés se la dio a Gorostiza, que se fue de Ciriaco y combinó con Lafuente. El capitán, como lo había hecho tres años antes con un jeringazo de estricnina, sacó su 'winchester', apuntó y disparó. Gol. 2-1.
Cuestión de alma
El Real Madrid no tuvo fuerzas para responder a un Athletic que se proclamó campeón entre el delirio de su hinchada. Ausente el pequeño de los Aguirrezabala, esta vez fue Urquizu el encargado de aplastar el bombín de mister Pentland. Era el sexto en cuatro años. Mientras regresaba a Bilbao en tren, Monchín escribía su crónica para la edición del martes de 'El Pueblo Vasco'. En ella no se limitaba a narrar el partido. Hablaba también del alma rojiblanca. «El fútbol es bien poca cosa y, si el Athletic, a la manera de tantos más, sólo fuera un equipo profesional, seguramente no habría entrado en la entraña del pueblo hasta lo más hondo», tecleó. También se refirió Monchín a la diferencia que ya entonces comenzaba a separar al Athletic de los demás. A su juicio, los jugadores rojiblancos hubieran sufrido la derrota con un dolor muy superior al que sintieron los jugadores vascos del Madrid ¿Por qué? Porque en los jugadores del Athletic, escribió, el disgusto de la derrota «era algo que afectaba a su pueblo, a sus amigos de la infancia, a sus hermanos».