(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 10 de mayo de 2009)
La victoria monumental
Resulta muy complicado escoger el triunfo más meritorio del Athletic a lo largo de su historia. Ahora bien, no hay duda de que uno de ellos se produjo en 1958, cuando los rojiblancos lograron en el Santiago Bernabéu, ante el Real Madrid de Di Stéfano, una victoria monumental. La gesta tuvo todos los ingredientes menos uno. Le faltó épica. El Athletic ganó con una solvencia impensable. Por lo demás, fue algo único. Hubo que derribar al mejor equipo del mundo y hacerlo, además, en su propio estadio, ya que la Federación obligó a que la final se disputara en Madrid.
El Athletic no era en 1958 el equipo avasallador que había firmado el doblete dos años antes. Habían cambiado algunas cosas y no tanto en la alineación del equipo sino en su blindaje emocional. La temporada 1956-57 había dejado algunos daños en la carrocería. Los rojiblancos debutaron en la Copa de Europa de forma memorable eliminando a dos grandes equipos como Oporto y Honved y cayendo en cuartos ante el Manchester United de los míticos Busby Babes tras un histórico 5-3 en un San Mamés barrido por la nieve. Pero en la Liga acabaron desmoronándose después de un comienzo supersónico y en la Copa se hundieron en la primera ronda ante el Español. El batacazo dejó muy tocado a Daucik, enfrentado a un amplio sector del público. La última de sus genialidades -acabar alineando a Carmelo como delantero en un amistoso ante el Burnley- le costó el cargo al final de temporada. Baltasar Albéniz llegó de Osasuna para sustituirle.
Aunque aportó sensatez, el técnico eibarrés no pudo enderezar el rumbo del equipo en la Liga. De nuevo irregulares, capaces de lo mejor y de lo peor, los rojiblancos terminaron sextos. Lo cierto es que el comienzo de 1958 no auguró nada bueno. A la muerte de Perico Birichinaga, una de las grandes instituciones del club, se le unió el accidente aéreo del Manchester United que tan magnífico recuerdo había dejado en Bilbao. Fueron días de desánimo. Los alirones se antojaban cosa del pasado. La Copa, sin embargo, volvió a rescatar la mejor versión del Athletic. Los pupilos de Albéniz eliminaron sin problemas al Celta y al Las Palmas antes de protagonizar una semifinal grandiosa frente al Barcelona. Tras ganar 2-0 en San Mamés e ir venciendo por 0-2 en un encharcado Camp Nou, los rojiblancos las pasaron tiesas -y eso que Artetxe estuvo estelar- para acabar perdiendo por la mínima (4-3) y salvar los muebles.
Sobre la final flotaba una polémica. El problema era la sede. Parecía claro que el partido por el título tenía que disputarse en un terreno neutral, como había sucedido siempre. La Federación, sin embargo, había tomado otra decisión: se jugaría en Madrid, independientemente de quiénes fueran los finalistas. Por lo visto, el presidente de la RFEF, Alfonso de la Fuente Chaos, había recibido presiones «al más alto nivel» para que así fuera. Los periódicos bilbaínos estuvieron días con las alarmas encendidas, recordando que el Reglamento de Partidos y Competiciones de 1957 no decía una palabra sobre Madrid. Tan sólo exigía que la final se celebrara en un estadio con un aforo mínimo de 40.000 espectadores. La del año anterior, por ejemplo, se había jugado en Barcelona.
La cacicada
El viernes 20 de junio, la Federación hizo pública la designación de Madrid como sede de la final, que se disputaría en el estadio Metropolitano si el Real Madrid era uno de los dos contendientes. La directiva del Athletic se rebeló, aunque esperó a eliminar al Barcelona para lanzarse al ataque. No hubo nada que hacer. Todas las gestiones de Enrique Guzmán cayeron en saco roto. Fue como estrellarse contra una pared. La última intentona tuvo lugar el martes 24, cinco días antes de la final. Guzmán estuvo un cuarto de hora al teléfono con el secretario de la RFEF, Andrés Ramírez Pardiñas. Fue inútil. En vista de ello, el presidente rojiblanco optó por una bilbainada: aceptó Madrid como sede, pero exigió que la final se disputase en el Bernabéu, que tenía mucha más capacidad que el Metropolitano y al menos iba a permitir una masiva afluencia de hinchas bilbaínos. La actitud del rey de Copas recibió todo tipo de elogios y almíbares en la Prensa madrileña; tantos que a Di Stéfano le parecieron excesivos. «Hubiéramos jugado en cualquier lugar, en el campo del Barakaldo, donde la parezca al señor Guzmán», declaró.
Arieta, a lo grande
Albéniz planteó un gran partido. El Athletic ya había fichado a su sustituto, Martim de Francisco, y quería despedirse a lo grande. La táctica del eibarrés fue una lección de sentido común. A los campeones de Europa les faltaban tres piezas importantes -Marsal, Kopa y Gento-, por lo que la clave era ahogar su corazón creativo, el triángulo formado por Santisteban, Di Stéfano y Rial. El Athletic hizo ese trabajo a la perfección. Etura mantuvo a raya al genio argentino, Jesús Garay se merendó a Rial y un jovencito de 19 años que sólo había jugado ocho partidos hasta entonces, Koldo Aguirre, dejó a Santisteban como la mojama. El resto fue cuestión de casta, de ritmo y de un delantero centro que, tanto en las semifinales ante el Barcelona como en esa final, completó los mejores partidos de su vida: Eneko Arieta.
Santamaría vivió un 'via crucis' aquella tarde con el durangués. El central uruguayo sabía latín, arameo y tres o cuatro lenguas muertas más, pero nada pudo hacer ante el torito. Un chutazo de Arieta abrió el marcador en el minuto 20. Tres minutos después, Mauri hizo el 2-0 tras empalmar de volea un centro bombeado de Uribe. El Real Madrid no supo reaccionar. Atados de pies y manos, incómodos, los merengues acabaron colgando balones largos al área de Carmelo, donde Jesús Garay impuso su ley. Fue una victoria inolvidable. Vizcaya reventó de orgullo. Las peñas rojiblancas se multiplicaban. En su viñeta en EL CORREO, K-Toño dibujaba al día siguiente la caravana rojiblanca cruzando Somosierra. En la carrocería del autobús que abría la comitiva se leía el resultado: «Pobresitos aldeanos 2-Mejor equipo del mundo 0».
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domingo, 28 de noviembre de 2010
martes, 23 de noviembre de 2010
lunes, 15 de noviembre de 2010
Jesús Garay "pagó" la Tribuna Norte
En 1957, tras una operación económica perfectamente estructurada, se levantó la tribuna del fondo Sur, que se fue amortizando al mismo tiempo que se pagaba la principal.
Luego, en 1961, con una situción económica más desahogada, se levantó la del fondo Norte, también llamada 'La Tribuna de Garay', pues durante mucho tiempo la afición pensó que se había financiado con el traspaso de Jesús Garay al F.C. Barcelona por un buen puñado de millones de la época. El traspaso fue muy sonado, porque el club vasco no acostumbraba a desprenderse de sus mejores elementos y durante mucho tiempo se asoció un posible traspaso de Iríbar a una reforma de la general. Pero, afortunadamente, la contribución del 'Txopo' al Athletic se produjo en innumerables tardes de gloria, y no en millones de pesetas.
(Fuente: Athletic, orgullo de una afición)
Luego, en 1961, con una situción económica más desahogada, se levantó la del fondo Norte, también llamada 'La Tribuna de Garay', pues durante mucho tiempo la afición pensó que se había financiado con el traspaso de Jesús Garay al F.C. Barcelona por un buen puñado de millones de la época. El traspaso fue muy sonado, porque el club vasco no acostumbraba a desprenderse de sus mejores elementos y durante mucho tiempo se asoció un posible traspaso de Iríbar a una reforma de la general. Pero, afortunadamente, la contribución del 'Txopo' al Athletic se produjo en innumerables tardes de gloria, y no en millones de pesetas.
(Fuente: Athletic, orgullo de una afición)
En 1927 San Mamés pudo 'morir'
En 1927, la Directiva pensó en revitalizar el equipo, sumido en una crisis de resultados, trasladando su campo de San Mamés a Deusto. La operación se avanzó tanto que incluso la Caja de Ahorros Vizcaína se hizo con 43.291 metros cuadrados de terreno en Torre-Madariaga, por un millón doscientas mil pesetas de la época para "beneficiar a nuestro Athletic de Bilbao", ofreciéndoselo luego al equipo en régimen de arrendamiento con opción a compra tras veinte años. El proyecto, finalmente no llegó a cuajar. Más de ochenta años después no es posible aventurar si ese traslado hubiera sido o no beneficioso para el club, pero lo que es seguro es que el Athletic fuera, de la Catedral, no sería el que hoy conocemos.
(Fuente: Athletic, orgullo de una afición)
(Fuente: Athletic, orgullo de una afición)
Corazón y cerebro
Artículo publicado en el número 14 de la revista Athletic Club
(Diciembre 2007)
Izaskun Bilbao, Ex Presidenta Parlamento Vasco
El Athletic, para mí es razón, pero también es pasión, es sentimiento. Cualquiera que se acerque hoy al mundo de la alta competición deportiva valora cien años en la élite con el único sostén de la propia cantera. Eso es increíble en términos técnicos y deportivos y en el ámbito económico, una hazaña. Pero además desde la perspectiva del respeto a la propia cultura corporativa, una trayectoria que sólo está al alcance de grandes marcas como Rolls Royce u Omega. Ésos son los cimíentos del espíritu rojiblanco.
Pero además, para mí, el olor de San Mamés en día de partido, el arco de focos que radiografía la lluvia, el atasco junto al campo, la inquietud que bulle en torno a las taquillas cada domingo grande, el viento sur, las tardes de radio... añaden pasión al frío razonamiento que permite a cualquier observador imparcial respetar la historia y trayectoria del club de Ibaigane. Por eso nuestro equipo es para muchos un estado de ánimo que supera otras barreras sociales o ideológicas. Una facultad que podríamos exportar a otros terrenos más controvertidos. Algo mágico capaz de poner de acuerdo a un público entendido y justo, tanto que ha sido capaz de convertir un estadio de fútbol en una catedral.
De pequeña viví el Athletic junto al mar nuestro de cada día, en las crónicas de prensa, en las colecciones de la Liga, en los calendarios que colgaban en los bares y en las alineaciones repetidas de carrerilla. Recuerdo la pasión de mi amatxu con cada ¡gol, gol, gol, gol, gol, gol...! que multiplicaba por seis el valor de cada tanto en las retransmisiones de una radio que, de verdad, se veía. Había jornadas solemnes en torno a la televisión en blanco y negro cuando el símbolo de 'conexión' anunciaba el milagro. Eso nos parecia al menos poder ver desde Bermeo un partido de los leones que se jugaba a centenares de kilómetros de casa. Lezama es la antesala de aquella fábrica de sueños. Allí acompañé algunas veces a mi hermano mayor cuando se esforzaba por llegar al vestuario de San Mamés. Como muchos otros no lo consiguió. Pero allí respiré la filosofía que hace únicos a los rojiblancos en las enciclopedias del fútbol.
Me llegó igualmente hasta adentro el esfuerzo que se hizo por tratar de expresar estas cosas con un icono moderno y atrevido. La camiseta que diseñó Dario Urzay fue para mí un gol rotundo. Por eso mis sobrinos tienen a buen recaudo el recuerdo de un experimento que mereció mejor suerte y que quizá mañana se cotice como rareza de museo. Tal vez nos falte aprender a expresar lo que somos, efervescencia, pasión, historia, sueños, trayectoria, épica, coraje, obstinación, identidad y unas gotitas de orgullo, en el lenguaje del mañana. Porque necesitamos seguir siendo corazón y cerebro.
(Diciembre 2007)
Izaskun Bilbao, Ex Presidenta Parlamento Vasco
El Athletic, para mí es razón, pero también es pasión, es sentimiento. Cualquiera que se acerque hoy al mundo de la alta competición deportiva valora cien años en la élite con el único sostén de la propia cantera. Eso es increíble en términos técnicos y deportivos y en el ámbito económico, una hazaña. Pero además desde la perspectiva del respeto a la propia cultura corporativa, una trayectoria que sólo está al alcance de grandes marcas como Rolls Royce u Omega. Ésos son los cimíentos del espíritu rojiblanco.
Pero además, para mí, el olor de San Mamés en día de partido, el arco de focos que radiografía la lluvia, el atasco junto al campo, la inquietud que bulle en torno a las taquillas cada domingo grande, el viento sur, las tardes de radio... añaden pasión al frío razonamiento que permite a cualquier observador imparcial respetar la historia y trayectoria del club de Ibaigane. Por eso nuestro equipo es para muchos un estado de ánimo que supera otras barreras sociales o ideológicas. Una facultad que podríamos exportar a otros terrenos más controvertidos. Algo mágico capaz de poner de acuerdo a un público entendido y justo, tanto que ha sido capaz de convertir un estadio de fútbol en una catedral.
De pequeña viví el Athletic junto al mar nuestro de cada día, en las crónicas de prensa, en las colecciones de la Liga, en los calendarios que colgaban en los bares y en las alineaciones repetidas de carrerilla. Recuerdo la pasión de mi amatxu con cada ¡gol, gol, gol, gol, gol, gol...! que multiplicaba por seis el valor de cada tanto en las retransmisiones de una radio que, de verdad, se veía. Había jornadas solemnes en torno a la televisión en blanco y negro cuando el símbolo de 'conexión' anunciaba el milagro. Eso nos parecia al menos poder ver desde Bermeo un partido de los leones que se jugaba a centenares de kilómetros de casa. Lezama es la antesala de aquella fábrica de sueños. Allí acompañé algunas veces a mi hermano mayor cuando se esforzaba por llegar al vestuario de San Mamés. Como muchos otros no lo consiguió. Pero allí respiré la filosofía que hace únicos a los rojiblancos en las enciclopedias del fútbol.
Me llegó igualmente hasta adentro el esfuerzo que se hizo por tratar de expresar estas cosas con un icono moderno y atrevido. La camiseta que diseñó Dario Urzay fue para mí un gol rotundo. Por eso mis sobrinos tienen a buen recaudo el recuerdo de un experimento que mereció mejor suerte y que quizá mañana se cotice como rareza de museo. Tal vez nos falte aprender a expresar lo que somos, efervescencia, pasión, historia, sueños, trayectoria, épica, coraje, obstinación, identidad y unas gotitas de orgullo, en el lenguaje del mañana. Porque necesitamos seguir siendo corazón y cerebro.
Historias de la Copa (1956)
(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 9 de mayo de 2009)
Una promesa cumplida
Fernando Daucik había prometido el doblete. Objetivamente, se trataba de una bilbainada y de las buenas. Porque una cosa era ganar la Copa, algo factible para un equipo al que le iba como anillo al dedo el fútbol a dos asaltos, y otra, muy distinta, soportar en la Liga la presión constante de dos escuadrones de élite como el Real Madrid y el Barcelona. Y, sin embargo, Daucik cumplió su palabra. Pese a los cambios y trucos de pizarra a los que era tan aficionado el técnico eslovaco, su equipo demostró una regularidad asombrosa y terminó superando al Barça en la última recta de la Liga, a tres jornadas del final, tras ganarle por 1-0 en San Mamés. En la Copa, como tantas otras veces, los rojiblancos avanzaron con botas de siete leguas. Pasaron por encima de la Cultural Leonesa y de Osasuna y, en semifinales, superaron al Real Madrid. Fue una soberbia eliminatoria en la que tuvieron un especial protagonismo, con sus goles, dos futbolistas contrapuestos que mezclaban a la perfección: Artetxe y Arieta, clase y potencia, poesía rebelde y prosa contundente.
La final se disputó el 24 de junio de 1956 en el Santiago Bernabéu. Era una tarde calurosa y gris, de cielo encapotado. Dos horas antes del partido que enfrentaría al Athletic con el Atlético de Madrid, descargó un estupendo chaparrón. Dieron ganas de aplaudirlo. El estadio reventaba con más de 100.000 espectadores. Hasta 120.000 llegaron a contabilizar algunos periódicos. Era un aforo enorme, pero aún así hubo un problema de mil demonios con las entradas. En Bilbao sólo se vendieron 10.000 y las quejas de los hinchas atronaron en la sede del club en la calle Bertendona. Los privilegiados que pudieron hacerse con una entrada la disfrutaron a conciencia. Celebraron el vigésimo título de Copa del Athletic. Ni más ni menos.
Fue un partido seco y correoso como un filete duro, la típica final en la que los nervios y la tensión impiden cualquier lucimiento. Por galones, el Athletic salió de rojiblanco y con el equipo de gala, el once de Daucik que toda la España futbolística había aprendido ya de memoria. Ahora bien, aquella vez, como otras muchas, se produjo un cambio de posiciones. Los afectados fueron Artetxe y Uribe, que había estado con gripe en vísperas del partido pero finalmente fue de la partida. Cosas del mister. El Atlético, entrenado por un buen conocedor de los leones, el getxotarra Antonio Barrios, tampoco tenía bajas en su equipo, un bloque muy serio en el que destacaba su banda izquierda formada por Peiró y Collar. Pero aquel no era el día de los 'colchoneros'. Para empezar, tuvieron que jugar con un uniforme espantoso: camiseta blanca, pantalón azul y medias rojiblancas. Y no sólo eso. Los 'colchoneros' también tuvieron que tragarse el sapo de presenciar el homenaje que se le tributó al Real Madrid, reciente campeón de Europa, antes del partido.
Gol anulado
La igualdad presidió el choque. El Atlético de Madrid se adelantó en el minuto 25 con un gol de Molina y los campeones pasaron un mal rato. En realidad, no reaccionaron hasta casi el final de la primera parte, cuando Arqué anuló un golazo de Mauri por una supuesta falta de Arieta a Pazos en el salto. Era el minuto 37 y la injusticia espoleó a los bilbaínos. Un minuto después, Artetxe cabeceó a la red un centro de Gainza. El gol de la victoria llegaría en el minuto 70. El capitán rojiblanco, que se encaminaba hacia su quinto título, sacó con maestría una falta a la cabeza de Maguregui, que bien desmarcado hizo el 2-1 definitivo.
El título de 1956 dejó para la posteridad una imagen inolvidable. Es necesario referirse a ella porque resume, por sí sola, con el poder de seducción de las grandes fotografías, toda la década de los cincuenta. Su autor fue José Ramón Orio, Claudio hijo, Claudito para los amigos. Había terminado la final y el fotógrafo de este periódico estaba en el sitio y el lugar adecuados con su Rolle i Flex de 6x6. Piru Gainza había recibido la Copa de manos de Franco y bajaba con ella al césped, donde le esperaban sus compañeros.
El efecto colateral
El encuentro fue un delirio. Todo sucedió muy rápido hasta que surgió la instantánea histórica. Eneko Arieta alzó al gran capitán sobre sus hombros mientras Artetxe, escoltado por Mauri, cogía la peana de la Copa y la levantaba. La pierna izquierda de Gainza fue venerada entonces como una reliquia. Sin quitarse los guantes, Carmelo colocó unas de sus manazas sobre ella, a la altura de la rodilla. También Fernando Daucik, impecable con su traje y su sombrero gris, agarró a Piru por la espinillera. Y lo mismo hizo un joven aficionado que, presa del entusiasmo y cámara en ristre, saltó al campo y se incorporó al grupo. Gainza levantó la Copa hacia el cielo de Madrid y Claudio hijo se preparó para pulsar el disparador. Ignacio Uribe se le cruzó por delante, pero no lo suficiente como para taparle la sonrisa radiante de Eneko Arieta. Click.
La imagen es un homenaje a un equipo espléndido que fue capaz de competir de igual a igual, tan sólo con jugadores vizcaínos, once aldeanos que dijo un cronista, con dos de los mejores equipos del mundo de la época. Este gran mérito no sólo sirvió para que Vizcaya reventara de orgullo y nacieran peñas rojiblancas por toda España. También tuvo otro efecto colateral: radicalizó la filosofía del Athletic hasta el punto de que, en los años siguientes, el club se negó a fichar a tres grandes futbolistas formados en Vizcaya, Chus Pereda, Miguel Jones y José Eulogio Gárate, por el simple hecho de haber nacido fuera del País Vasco.
Una promesa cumplida
Fernando Daucik había prometido el doblete. Objetivamente, se trataba de una bilbainada y de las buenas. Porque una cosa era ganar la Copa, algo factible para un equipo al que le iba como anillo al dedo el fútbol a dos asaltos, y otra, muy distinta, soportar en la Liga la presión constante de dos escuadrones de élite como el Real Madrid y el Barcelona. Y, sin embargo, Daucik cumplió su palabra. Pese a los cambios y trucos de pizarra a los que era tan aficionado el técnico eslovaco, su equipo demostró una regularidad asombrosa y terminó superando al Barça en la última recta de la Liga, a tres jornadas del final, tras ganarle por 1-0 en San Mamés. En la Copa, como tantas otras veces, los rojiblancos avanzaron con botas de siete leguas. Pasaron por encima de la Cultural Leonesa y de Osasuna y, en semifinales, superaron al Real Madrid. Fue una soberbia eliminatoria en la que tuvieron un especial protagonismo, con sus goles, dos futbolistas contrapuestos que mezclaban a la perfección: Artetxe y Arieta, clase y potencia, poesía rebelde y prosa contundente.
La final se disputó el 24 de junio de 1956 en el Santiago Bernabéu. Era una tarde calurosa y gris, de cielo encapotado. Dos horas antes del partido que enfrentaría al Athletic con el Atlético de Madrid, descargó un estupendo chaparrón. Dieron ganas de aplaudirlo. El estadio reventaba con más de 100.000 espectadores. Hasta 120.000 llegaron a contabilizar algunos periódicos. Era un aforo enorme, pero aún así hubo un problema de mil demonios con las entradas. En Bilbao sólo se vendieron 10.000 y las quejas de los hinchas atronaron en la sede del club en la calle Bertendona. Los privilegiados que pudieron hacerse con una entrada la disfrutaron a conciencia. Celebraron el vigésimo título de Copa del Athletic. Ni más ni menos.
Fue un partido seco y correoso como un filete duro, la típica final en la que los nervios y la tensión impiden cualquier lucimiento. Por galones, el Athletic salió de rojiblanco y con el equipo de gala, el once de Daucik que toda la España futbolística había aprendido ya de memoria. Ahora bien, aquella vez, como otras muchas, se produjo un cambio de posiciones. Los afectados fueron Artetxe y Uribe, que había estado con gripe en vísperas del partido pero finalmente fue de la partida. Cosas del mister. El Atlético, entrenado por un buen conocedor de los leones, el getxotarra Antonio Barrios, tampoco tenía bajas en su equipo, un bloque muy serio en el que destacaba su banda izquierda formada por Peiró y Collar. Pero aquel no era el día de los 'colchoneros'. Para empezar, tuvieron que jugar con un uniforme espantoso: camiseta blanca, pantalón azul y medias rojiblancas. Y no sólo eso. Los 'colchoneros' también tuvieron que tragarse el sapo de presenciar el homenaje que se le tributó al Real Madrid, reciente campeón de Europa, antes del partido.
Gol anulado
La igualdad presidió el choque. El Atlético de Madrid se adelantó en el minuto 25 con un gol de Molina y los campeones pasaron un mal rato. En realidad, no reaccionaron hasta casi el final de la primera parte, cuando Arqué anuló un golazo de Mauri por una supuesta falta de Arieta a Pazos en el salto. Era el minuto 37 y la injusticia espoleó a los bilbaínos. Un minuto después, Artetxe cabeceó a la red un centro de Gainza. El gol de la victoria llegaría en el minuto 70. El capitán rojiblanco, que se encaminaba hacia su quinto título, sacó con maestría una falta a la cabeza de Maguregui, que bien desmarcado hizo el 2-1 definitivo.
El título de 1956 dejó para la posteridad una imagen inolvidable. Es necesario referirse a ella porque resume, por sí sola, con el poder de seducción de las grandes fotografías, toda la década de los cincuenta. Su autor fue José Ramón Orio, Claudio hijo, Claudito para los amigos. Había terminado la final y el fotógrafo de este periódico estaba en el sitio y el lugar adecuados con su Rolle i Flex de 6x6. Piru Gainza había recibido la Copa de manos de Franco y bajaba con ella al césped, donde le esperaban sus compañeros.
El efecto colateral
El encuentro fue un delirio. Todo sucedió muy rápido hasta que surgió la instantánea histórica. Eneko Arieta alzó al gran capitán sobre sus hombros mientras Artetxe, escoltado por Mauri, cogía la peana de la Copa y la levantaba. La pierna izquierda de Gainza fue venerada entonces como una reliquia. Sin quitarse los guantes, Carmelo colocó unas de sus manazas sobre ella, a la altura de la rodilla. También Fernando Daucik, impecable con su traje y su sombrero gris, agarró a Piru por la espinillera. Y lo mismo hizo un joven aficionado que, presa del entusiasmo y cámara en ristre, saltó al campo y se incorporó al grupo. Gainza levantó la Copa hacia el cielo de Madrid y Claudio hijo se preparó para pulsar el disparador. Ignacio Uribe se le cruzó por delante, pero no lo suficiente como para taparle la sonrisa radiante de Eneko Arieta. Click.
La imagen es un homenaje a un equipo espléndido que fue capaz de competir de igual a igual, tan sólo con jugadores vizcaínos, once aldeanos que dijo un cronista, con dos de los mejores equipos del mundo de la época. Este gran mérito no sólo sirvió para que Vizcaya reventara de orgullo y nacieran peñas rojiblancas por toda España. También tuvo otro efecto colateral: radicalizó la filosofía del Athletic hasta el punto de que, en los años siguientes, el club se negó a fichar a tres grandes futbolistas formados en Vizcaya, Chus Pereda, Miguel Jones y José Eulogio Gárate, por el simple hecho de haber nacido fuera del País Vasco.
Historias de la Copa (1955)
(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 8 de mayo de 2009)
Cosas de Daucik
Nadie lo hubiera dicho en el verano de 1950, con la Copa recién ganada y cuatro rojiblancos (Zarra, Gainza, Panizo y Nando) haciendo historia en el Mundial de Brasil, pero ese gran Athletic que creció y deslumbró tras la Guerra Civil ya no volvió a ganar un título. A ello contribuyeron varios factores. Uno de ellos, indiscutible, la irregularidad endémica de un equipo que era emoción en estado puro; capaz de ganar, por ejemplo, 3-0 al Zaragoza en San Mamés y luego caer 4-0 en la capital aragonesa y quedar eliminado de la Copa, un chasco que supuso el cese de Iraragorri al final de la temporada 1951-52. Otras causas de la sequía fueron el progresivo desgaste de sus grandes figuras, que ya empezaban a ser unos señores talluditos, y el creciente potencial económico y deportivo del Real Madrid y del Barcelona.
Lo cierto es que el Barça de Kubala, Ramallets, Basora, César y compañía fue una piedra en el zapato de los rojiblancos. Les birló la Liga de la temporada 1951-52, les eliminó de la Copa en las campañas 1950-51 y 1953-54, y les ganó la final de 1953. Tanto golpe blaugrana comenzó a resultar humillante y la directiva de Enrique Guzmán decidió tomar cartas en el asunto. Y lo hizo dando un golpe de efecto casi tan grande como la recién inaugurada tribuna del arco de San Mamés: prescindió de los servicios de Antonio Barrios y fichó al entrenador que había llevado al Barcelona a lo más alto, al mismísimo cuñado de Ladislao Kubala, Fernando Daucik, todo un personaje. La operación causó asombro. El técnico eslovaco, un hombre locuaz, inteligente y estrictamente vanidoso, rompía moldes. Dejar su sello con declaraciones polémicas y genialidades tácticas le gustaba tanto como exhibir sus elegantes sombreros de fieltro gris perla. En Bilbao, antes de su llegada, hubo quien aseguró que iba a arruinar el fútbol vasco.
El eslovaco, sin embargo, no daba puntada sin hilo. Aunque era muy excéntrico y algunas veces sus experimentos le explotaban en las manos, como cuando quiso probar una táctica revolucionaria para el fuera de juego y su Barcelona encajó seis goles ante el Español, el hombre sabía lo que se hacía. Y Daucik llevaba tiempo admirando los progresos de un club que estaba realizando en silencio, sin traumas, una renovación modélica. Los grandes mitos rojiblancos fueron dejando sus puestos por ley natural y el Athletic se rejuveneció con la incorporación de promesas extraordinarias como Carmelo, Orue, Artetxe y Garay, después Arieta, Marcaida y Maguregui, más tarde Mauri, Uribe y Etura... El caso es que, en el verano de 1954, cuando Fernando Daucik llegó a Bilbao, el Athletic estaba en la rampa de lanzamiento. Entre los monstruos sagrados, sólo Gainza resistió el paso del tiempo. Los demás acabaron cediendo ante el empuje y la calidad de una generación estupenda. Aunque el nombre se lo pusieron tiempo después, habían nacido 'los once aldeanos'.
Veni, vidi, vici
Daucik llegó y besó el santo. En su primera temporada, dejó al Athletic tercero en la Liga, por detrás del Madrid de Di Stéfano y del Barcelona, que sería el rival del Athletic en las semifinales de Copa. El técnico de Sahy regresaba a la que había sido su casa, pero no se mordió la lengua. Hay cosas imposibles. Dejó claro que el Athletic iba a eliminar al Barça y que su querido cuñado no celebraría ningún título esa temporada. Y acertó. El Athletic logró una meritoria victoria en Las Corts (0-2, con goles de Artetxe y Gainza) en un partido marcado por un hecho insólito: Kubala falló un penalti. Hubiera sido el 1-1. En el encuentro de vuelta, los rojiblancos empataron a dos. El segundo tanto bilbaíno lo firmó Canito, que se había lesionado en los primeros minutos y tuvo que jugar con la pata de palo.
La lesión de Nicanor Sagarduy no era grave. La final se jugaba seis días después y todos en Bilbao confiaban en que el puntal defensivo de la banda izquierda rojiblanca se recuperase a tiempo. El Sevilla era un enemigo de cuidado. Disponía de defensas implacables como Guillamón y el tremendo Campanal. Arriba, aunque la baja de Araujo les escocía, los andaluces contaban con gente hábil y de gatillo fácil como Arza, Liz, Quirro, Domenech y Loren. Era necesario atarles en corto y Daucik comenzó a idear su plan B para el caso de que Canito no pudiera saltar al césped del Bernabéu, como finalmente sucedió. Entre las distintas variantes, optó por una genialidad: situar a Artetxe en el puesto del baracaldés y colocar a Azkarate de extremo derecha. La explicación del entrenador tenía su lógica: un jugador bueno e inteligente, dijo refiriéndose a Artetxe, puede jugar en cualquier sitio.
Duelo de pizarras
La final fue una endiablada partida de ajedrez seguida con los cinco sentidos por 100.000 espectadores que se lo habían pasado de miedo en las horas previas, disfrutando de la confraternización vasco-andaluza, un bello duelo de txapelas y sombreros cordobeses, de finos y riojas. En el campo, el duelo fue táctico, un choque de pizarras, comprimido y sin aire. La tela de araña de Daucik se impuso a la estrategia de Helenio Herrera. Maguregui secó a Arza, Orue dejó inédito a Loren, Garay no dio opciones a Quirro y Artetxe cumplió con notable su cometido. Liz sólo se le fue un par de veces. Pero había que marcar un gol y el vizcaíno Busto no daba facilidades precisamente. Tampoco tenía su día Gainza, que ausente Canito y suplentes Manolín y Areta, era el único rojiblanco sobre el césped que había jugado una final. Guillamón le tuvo frito los noventa minutos. Tuvo que ser un joven Ignacio Uribe el que decidiera la final allá por el minuto 70. Curiosamente, lo hizo con una formidable volea, una suerte que hizo popular su padre, Luis. El recibimiento fue espectacular. Daucik quedó impresionado y volvió a irse de la lengua: prometió el doblete la siguiente temporada.
Cosas de Daucik
Nadie lo hubiera dicho en el verano de 1950, con la Copa recién ganada y cuatro rojiblancos (Zarra, Gainza, Panizo y Nando) haciendo historia en el Mundial de Brasil, pero ese gran Athletic que creció y deslumbró tras la Guerra Civil ya no volvió a ganar un título. A ello contribuyeron varios factores. Uno de ellos, indiscutible, la irregularidad endémica de un equipo que era emoción en estado puro; capaz de ganar, por ejemplo, 3-0 al Zaragoza en San Mamés y luego caer 4-0 en la capital aragonesa y quedar eliminado de la Copa, un chasco que supuso el cese de Iraragorri al final de la temporada 1951-52. Otras causas de la sequía fueron el progresivo desgaste de sus grandes figuras, que ya empezaban a ser unos señores talluditos, y el creciente potencial económico y deportivo del Real Madrid y del Barcelona.
Lo cierto es que el Barça de Kubala, Ramallets, Basora, César y compañía fue una piedra en el zapato de los rojiblancos. Les birló la Liga de la temporada 1951-52, les eliminó de la Copa en las campañas 1950-51 y 1953-54, y les ganó la final de 1953. Tanto golpe blaugrana comenzó a resultar humillante y la directiva de Enrique Guzmán decidió tomar cartas en el asunto. Y lo hizo dando un golpe de efecto casi tan grande como la recién inaugurada tribuna del arco de San Mamés: prescindió de los servicios de Antonio Barrios y fichó al entrenador que había llevado al Barcelona a lo más alto, al mismísimo cuñado de Ladislao Kubala, Fernando Daucik, todo un personaje. La operación causó asombro. El técnico eslovaco, un hombre locuaz, inteligente y estrictamente vanidoso, rompía moldes. Dejar su sello con declaraciones polémicas y genialidades tácticas le gustaba tanto como exhibir sus elegantes sombreros de fieltro gris perla. En Bilbao, antes de su llegada, hubo quien aseguró que iba a arruinar el fútbol vasco.
El eslovaco, sin embargo, no daba puntada sin hilo. Aunque era muy excéntrico y algunas veces sus experimentos le explotaban en las manos, como cuando quiso probar una táctica revolucionaria para el fuera de juego y su Barcelona encajó seis goles ante el Español, el hombre sabía lo que se hacía. Y Daucik llevaba tiempo admirando los progresos de un club que estaba realizando en silencio, sin traumas, una renovación modélica. Los grandes mitos rojiblancos fueron dejando sus puestos por ley natural y el Athletic se rejuveneció con la incorporación de promesas extraordinarias como Carmelo, Orue, Artetxe y Garay, después Arieta, Marcaida y Maguregui, más tarde Mauri, Uribe y Etura... El caso es que, en el verano de 1954, cuando Fernando Daucik llegó a Bilbao, el Athletic estaba en la rampa de lanzamiento. Entre los monstruos sagrados, sólo Gainza resistió el paso del tiempo. Los demás acabaron cediendo ante el empuje y la calidad de una generación estupenda. Aunque el nombre se lo pusieron tiempo después, habían nacido 'los once aldeanos'.
Veni, vidi, vici
Daucik llegó y besó el santo. En su primera temporada, dejó al Athletic tercero en la Liga, por detrás del Madrid de Di Stéfano y del Barcelona, que sería el rival del Athletic en las semifinales de Copa. El técnico de Sahy regresaba a la que había sido su casa, pero no se mordió la lengua. Hay cosas imposibles. Dejó claro que el Athletic iba a eliminar al Barça y que su querido cuñado no celebraría ningún título esa temporada. Y acertó. El Athletic logró una meritoria victoria en Las Corts (0-2, con goles de Artetxe y Gainza) en un partido marcado por un hecho insólito: Kubala falló un penalti. Hubiera sido el 1-1. En el encuentro de vuelta, los rojiblancos empataron a dos. El segundo tanto bilbaíno lo firmó Canito, que se había lesionado en los primeros minutos y tuvo que jugar con la pata de palo.
La lesión de Nicanor Sagarduy no era grave. La final se jugaba seis días después y todos en Bilbao confiaban en que el puntal defensivo de la banda izquierda rojiblanca se recuperase a tiempo. El Sevilla era un enemigo de cuidado. Disponía de defensas implacables como Guillamón y el tremendo Campanal. Arriba, aunque la baja de Araujo les escocía, los andaluces contaban con gente hábil y de gatillo fácil como Arza, Liz, Quirro, Domenech y Loren. Era necesario atarles en corto y Daucik comenzó a idear su plan B para el caso de que Canito no pudiera saltar al césped del Bernabéu, como finalmente sucedió. Entre las distintas variantes, optó por una genialidad: situar a Artetxe en el puesto del baracaldés y colocar a Azkarate de extremo derecha. La explicación del entrenador tenía su lógica: un jugador bueno e inteligente, dijo refiriéndose a Artetxe, puede jugar en cualquier sitio.
Duelo de pizarras
La final fue una endiablada partida de ajedrez seguida con los cinco sentidos por 100.000 espectadores que se lo habían pasado de miedo en las horas previas, disfrutando de la confraternización vasco-andaluza, un bello duelo de txapelas y sombreros cordobeses, de finos y riojas. En el campo, el duelo fue táctico, un choque de pizarras, comprimido y sin aire. La tela de araña de Daucik se impuso a la estrategia de Helenio Herrera. Maguregui secó a Arza, Orue dejó inédito a Loren, Garay no dio opciones a Quirro y Artetxe cumplió con notable su cometido. Liz sólo se le fue un par de veces. Pero había que marcar un gol y el vizcaíno Busto no daba facilidades precisamente. Tampoco tenía su día Gainza, que ausente Canito y suplentes Manolín y Areta, era el único rojiblanco sobre el césped que había jugado una final. Guillamón le tuvo frito los noventa minutos. Tuvo que ser un joven Ignacio Uribe el que decidiera la final allá por el minuto 70. Curiosamente, lo hizo con una formidable volea, una suerte que hizo popular su padre, Luis. El recibimiento fue espectacular. Daucik quedó impresionado y volvió a irse de la lengua: prometió el doblete la siguiente temporada.
Historias de la Copa (1950)
(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 7 de mayo de 2009)
Cuatro veces Zarra
No se sabe bien qué, pero algo ocurrió. Puede que fuera la inevitable falta de regularidad de un equipo genial, invencible en su mejor versión pero disperso y quebradizo cuando los astros no acababan de estar perfectamente alineados. O quizá todo se debiera, sin más, a que la euforia de tres años gloriosos necesitaba de un cierto tiempo de reposada digestión. El caso es que el Athletic tardó cinco años en volver a ganar un título. El segundo lustro de la década de los cuarenta comenzó con un jarro de agua fría para la afición bilbaína. En pleno éxtasis, con todo Vizcaya sacando pecho, orgullosa de sus campeones, fue muy duro de aceptar que un club modesto como el Alcoyano, famoso por su moral a prueba de obuses y por las exquisitas peladillas que traían sus jugadores, cortara las alas del Athletic en la Liga ganándole por 3-2 en la anteúltima jornada y luego, apenas un mes después, le eliminara de la Copa. No hace falta decir que a los rojiblancos les dieron cera como nunca.
En la siguiente temporada, la 1946-47, la decepción continuó. El Athletic firmó una gran campaña y algunas de sus estrellas completaron auténticas hazañas -Zarra marcó 35 goles y Gainza hizo 8 al Celta en un histórico 12-1-, pero el equipo falló en los momentos clave: perdió la Liga en la última jornada tras empatar a tres en Riazor y en la Copa cayó ante el Madrid en semifinales. Fueron dos golpes fuertes que quebraron la confianza de los leones. Así se explica que, tras el verano, el Athletic completara el peor comienzo de campeonato de su historia y, cumplida la séptima jornada, se viera en el furgón de cola, algo inaudito y, desde luego, inaceptable en un club que se disponía a celebrar sus bodas de oro. La directiva acabó sacrificando al hombre que había marcado una época: Juanito Urquizu.
Su sustituto, mister Bagge, rearmó el bloque con planteamientos ultraofensivos y le dejó sexto. En la Copa, sin embargo, el inglés no pudo evitar un nuevo chasco. El Sevilla eliminó al Athletic en primera ronda. Tampoco fue una sorpresa, la verdad. El equipo estaba descompensado y continuó estándolo en la campaña 1948-49. El regreso de Venancio tras su fogueo en el Barakaldo había acabado de apuntalar una delantera mítica, pero el Athletic flojeaba en defensa, sobre todo fuera de casa. Sextos de nuevo en la Liga, los rojiblancos se esmeraron en su torneo predilecto y llegaron a la final. Su rival fue un viejo conocido que todavía tenía las llagas abiertas de dos finales perdidas ante los leones años atrás, el Valencia. A la tercera, el equipo ché se tomó la revancha. A ello contribuyeron un baracaldés sabio, Jacinto Quincoces, y dos donostiarras, Eizaguirre, que firmó una actuación soberbia, y Epi, autor del único gol del partido.
La gran eliminatoria
En aquellos duelos entre vizcaínos y valencianos se escribieron algunas de las mejores páginas del fútbol español de posguerra. Entre ellas, la que quizá sea todavía la mejor eliminatoria de la historia de la Copa. Nos referimos a las semifinales de la temporada 1949-50. El Athletic, con el Chato Iraragorri de entrenador, había quedado sexto en la Liga por tercera vez consecutiva, pero en la Copa se esmeró a conciencia. El equipo tenía ya mejores costuras. La defensa había ganado en velocidad y frescura con la entrada de jóvenes como Manolín, Canito y Areta. Y se notaba. Tras superar a Español y Oviedo, al equipo rojiblanco le tocó medirse al campeón. La eliminatoria pareció quedar resuelta en San Mamés con un 5-1 memorable a favor de los bilbaínos. Las agencias de viajes comenzaron a vender paquetes para la final de Madrid. Nadie podía esperar una sorpresa y ésta, sin embargo, estuvo a punto de producirse. Faltó un milímetro. A lomos de un imperial Puchades, el Valencia logró un increíble 6-2 al término de los 90 minutos. Fue una batalla brutal de la que se habló durante años. No acabó hasta la tercera prórroga con un gol de oro de Gainza.
Otra prórroga
Cuatro días después de ese esfuerzo extenuante, el Athletic se presentó en Chamartín para jugar la final ante el Valladolid de Antonio Barrios. El técnico vizcaíno había armado un bloque muy serio con los hermanos Lesmes, Ortega, Babot, Lasala, Coque, Revuelta y un rojiblanco recién llegado: Emilio Aldecoa. El Athletic conocía bien el potencial de los vallisoletanos. No en vano, en la Liga les había endosado un sonrojante 6-2. Aún así, la tropa del Chato era la clara favorita. Ni siquiera el evidente desgaste de sus jugadores le privaba de esa condición. Los castellanos, sin embargo, no se arredraron ante el rey de Copas y salieron a por todas. Allí, bajo el sol de plomo de Chamartín, tenían la gloria al alcance de la mano. El primer cuarto de hora fue un toma y daca que concluyó con un gol de Zarra a pase de Iriondo. A partir de ese momento, el Athletic dominó y estuvo muy cerca del 2-0. No lo consiguió y tuvo tiempo de lamentarlo.
En la segunda mitad, el Valladolid se vino arriba y acabó empatando cuando nadie lo esperaba, a cinco minutos del final, en un tiro lejano de Coque. Hubo que jugar una prórroga y era difícil apostar en ella por los rojiblancos, extenuados. Pero algo ocurrió. No se sabe bien qué. El caso es que el Athletic salió a todo trapo y firmó una prórroga estelar en la que Telmo Zarra se terminó de coronar con tres goles, el último con una lesión en la clavícula. Fue algo muy grande. Monchín se lo intentó explicar a sus lectores, aunque tampoco él tenía muy claras las razones profundas de la gesta. «En los cinco minutos de descanso, los jugadores del Atlético han debido añorar su tierra, sus hogares, sus amigos de Bilbao. Han debido pensar en muchas cosas que les son queridas. Y, tumbados en la hierba, han hallado otra vez su alma», escribió.
Cuatro veces Zarra
No se sabe bien qué, pero algo ocurrió. Puede que fuera la inevitable falta de regularidad de un equipo genial, invencible en su mejor versión pero disperso y quebradizo cuando los astros no acababan de estar perfectamente alineados. O quizá todo se debiera, sin más, a que la euforia de tres años gloriosos necesitaba de un cierto tiempo de reposada digestión. El caso es que el Athletic tardó cinco años en volver a ganar un título. El segundo lustro de la década de los cuarenta comenzó con un jarro de agua fría para la afición bilbaína. En pleno éxtasis, con todo Vizcaya sacando pecho, orgullosa de sus campeones, fue muy duro de aceptar que un club modesto como el Alcoyano, famoso por su moral a prueba de obuses y por las exquisitas peladillas que traían sus jugadores, cortara las alas del Athletic en la Liga ganándole por 3-2 en la anteúltima jornada y luego, apenas un mes después, le eliminara de la Copa. No hace falta decir que a los rojiblancos les dieron cera como nunca.
En la siguiente temporada, la 1946-47, la decepción continuó. El Athletic firmó una gran campaña y algunas de sus estrellas completaron auténticas hazañas -Zarra marcó 35 goles y Gainza hizo 8 al Celta en un histórico 12-1-, pero el equipo falló en los momentos clave: perdió la Liga en la última jornada tras empatar a tres en Riazor y en la Copa cayó ante el Madrid en semifinales. Fueron dos golpes fuertes que quebraron la confianza de los leones. Así se explica que, tras el verano, el Athletic completara el peor comienzo de campeonato de su historia y, cumplida la séptima jornada, se viera en el furgón de cola, algo inaudito y, desde luego, inaceptable en un club que se disponía a celebrar sus bodas de oro. La directiva acabó sacrificando al hombre que había marcado una época: Juanito Urquizu.
Su sustituto, mister Bagge, rearmó el bloque con planteamientos ultraofensivos y le dejó sexto. En la Copa, sin embargo, el inglés no pudo evitar un nuevo chasco. El Sevilla eliminó al Athletic en primera ronda. Tampoco fue una sorpresa, la verdad. El equipo estaba descompensado y continuó estándolo en la campaña 1948-49. El regreso de Venancio tras su fogueo en el Barakaldo había acabado de apuntalar una delantera mítica, pero el Athletic flojeaba en defensa, sobre todo fuera de casa. Sextos de nuevo en la Liga, los rojiblancos se esmeraron en su torneo predilecto y llegaron a la final. Su rival fue un viejo conocido que todavía tenía las llagas abiertas de dos finales perdidas ante los leones años atrás, el Valencia. A la tercera, el equipo ché se tomó la revancha. A ello contribuyeron un baracaldés sabio, Jacinto Quincoces, y dos donostiarras, Eizaguirre, que firmó una actuación soberbia, y Epi, autor del único gol del partido.
La gran eliminatoria
En aquellos duelos entre vizcaínos y valencianos se escribieron algunas de las mejores páginas del fútbol español de posguerra. Entre ellas, la que quizá sea todavía la mejor eliminatoria de la historia de la Copa. Nos referimos a las semifinales de la temporada 1949-50. El Athletic, con el Chato Iraragorri de entrenador, había quedado sexto en la Liga por tercera vez consecutiva, pero en la Copa se esmeró a conciencia. El equipo tenía ya mejores costuras. La defensa había ganado en velocidad y frescura con la entrada de jóvenes como Manolín, Canito y Areta. Y se notaba. Tras superar a Español y Oviedo, al equipo rojiblanco le tocó medirse al campeón. La eliminatoria pareció quedar resuelta en San Mamés con un 5-1 memorable a favor de los bilbaínos. Las agencias de viajes comenzaron a vender paquetes para la final de Madrid. Nadie podía esperar una sorpresa y ésta, sin embargo, estuvo a punto de producirse. Faltó un milímetro. A lomos de un imperial Puchades, el Valencia logró un increíble 6-2 al término de los 90 minutos. Fue una batalla brutal de la que se habló durante años. No acabó hasta la tercera prórroga con un gol de oro de Gainza.
Otra prórroga
Cuatro días después de ese esfuerzo extenuante, el Athletic se presentó en Chamartín para jugar la final ante el Valladolid de Antonio Barrios. El técnico vizcaíno había armado un bloque muy serio con los hermanos Lesmes, Ortega, Babot, Lasala, Coque, Revuelta y un rojiblanco recién llegado: Emilio Aldecoa. El Athletic conocía bien el potencial de los vallisoletanos. No en vano, en la Liga les había endosado un sonrojante 6-2. Aún así, la tropa del Chato era la clara favorita. Ni siquiera el evidente desgaste de sus jugadores le privaba de esa condición. Los castellanos, sin embargo, no se arredraron ante el rey de Copas y salieron a por todas. Allí, bajo el sol de plomo de Chamartín, tenían la gloria al alcance de la mano. El primer cuarto de hora fue un toma y daca que concluyó con un gol de Zarra a pase de Iriondo. A partir de ese momento, el Athletic dominó y estuvo muy cerca del 2-0. No lo consiguió y tuvo tiempo de lamentarlo.
En la segunda mitad, el Valladolid se vino arriba y acabó empatando cuando nadie lo esperaba, a cinco minutos del final, en un tiro lejano de Coque. Hubo que jugar una prórroga y era difícil apostar en ella por los rojiblancos, extenuados. Pero algo ocurrió. No se sabe bien qué. El caso es que el Athletic salió a todo trapo y firmó una prórroga estelar en la que Telmo Zarra se terminó de coronar con tres goles, el último con una lesión en la clavícula. Fue algo muy grande. Monchín se lo intentó explicar a sus lectores, aunque tampoco él tenía muy claras las razones profundas de la gesta. «En los cinco minutos de descanso, los jugadores del Atlético han debido añorar su tierra, sus hogares, sus amigos de Bilbao. Han debido pensar en muchas cosas que les son queridas. Y, tumbados en la hierba, han hallado otra vez su alma», escribió.
viernes, 5 de noviembre de 2010
Historias de la Copa (1945)
(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 6 de mayo de 2009)
La afrenta al héroe
Tarde o temprano, el fútbol siempre ofrece la oportunidad del desquite. Era algo que los jugadores del Valencia agradecían de corazón aquella tarde de junio de 1945. Desde la derrota en la anterior final, los chés llevaban un puñal clavado en el costado. Y allí estaban de nuevo, en el estadio de Montjuic, dispuestos a tomarse la revancha ante el mismo rival que les había herido un año antes. Era la hora de la venganza. Para el Athletic, la ocasión también era única. Después de perder sus opciones en la Liga durante una segunda vuelta muy irregular, los chicos de Urquizu afrontaban la oportunidad histórica de obtener su tercera Copa consecutiva y adjudicarse el trofeo en propiedad.
El partido no podía tener mejores ingredientes. Urquizu y Cubells, además, podían contar con sus mejores hombres con la única excepción de Oceja y Epi. Las dos delanteras impresionaban y la prensa especulaba sobre cuál serían las consecuencias de ese choque de trenes. No era para menos. Por un lado, Bertoli, Amadeo, Mundo, Igoa y Gorostiza. Por el otro, Iriondo, Panizo, Zarra, Gárate y Gainza. En la plantilla rojiblanca había ingresado esa temporada Venancio, que ha quedado en el recuerdo como el quinto hombre de aquella delantera mítica, pero ya se sabe que el imponente interior de Simondrogas tardó en asentarse como titular. No lo hizo hasta la campaña 1949-50. Gárate, luego Iraragorri, que volvió a vestirse de corto, y por último Emilio Aldecoa, un niño de la guerra formado en el Wolverhampton, le cerraron el paso hasta su explosión definitiva.
El Valencia salió muy fuerte en la final. Al abordaje. Ya en la primera jugada, segundos después de que Pedro Escartín pitara el comienzo, Mundo envió un balón rozando el larguero. El delantero vizcaíno estaba con el colmillo afilado. En el minuto 11, se plantó solo delante de Lezama y le batió por bajo. El Athletic reaccionó con casta, pero el equipo ché volvió a tomar la iniciativa. Fueron unos momentos delicados. Amadeo falló una ocasión clara tras un pase de Gorostiza y Lezama tuvo que lucirse para desviar un chutazo de Bertoli. Congestionado, Nando sufría por su banda. El 2-0 parecía cercano, pero aquel Athletic, incluso en sus momentos de mayor agobio, tenía una pegada de peso pesado. En el minuto 21, un centro de Iriondo llegó a la cabeza de Zarra, de la que salió propulsada hacia el lugar habitual, el fondo de la portería.
El empate animó a los rojiblancos. Cinco minutos después, Bertol escapó pitando de su área tras un córner y acertó a combinar con Panizo. 'La perdiz' oteó el horizonte y eligió la mejor opción. Era Iriondo, que corría por su banda. El balón le cayó medido y el guerniqués batió a Eizaguirre de tiro cruzado. Los leones habían salido de caza y el Valencia comenzó a sentirse muy mal. Sin embargo, un error de Mieza en un despeje lo aprovechó Mundo para meter otra vez a su equipo en el partido. Era el minuto 37.
La polémica
En la segunda mitad, el ritmo se desplomó. El desgaste de la temporada hizo mella en los jugadores y los dos equipos se dedicaron a nadar y guardar la ropa. El partido estaba al rojo vivo a siete minutos del final, cuando se produjo un hecho asombroso: Pedro Escartín, el árbitro más famoso de España, expulsó a Álvaro y a Zarra. Que el defensa valencianista viera el camino de los vestuarios entraba dentro de lo normal. Era un tipo duro que solía merodear con frecuencia por los extrarradios del reglamento. Durante la final, por ejemplo, había hecho una entrada de escalofrío a Gainza. Cómo sería la patada que un periodista indignado la calificó de «cainesca». Lo de Zarra, en cambio, no podía ser más sorprendente. Había algo de irreal en la escena, una inversión de papeles que resultaba inverosímil, como si al Capitán Trueno le sorprendieran abusando de unos pobres labriegos desarmados. Pero lo cierto es que sucedió. El caballero del gol tuvo que irse a la caseta, desolado.
¿Qué es lo que ocurrió? Lo cierto es que existen varias versiones contrapuestas de lo sucedido, por lo que se hace muy difícil saber a qué atenerse. Una de ellas es la que recogió el enviado especial de este periódico, Jesús de la Maza. Según su relato, con el partido metido en un puño, Zarra fue a presionar a Eizaguirre, que acababa de atajar un balón. Su acoso pareció excesivo a dos defensas del Valencia, que le empujaron y le tiraron al suelo. Una vez allí, Álvaro le pegó una patada en la boca. Viendo que sangraba, Zarra se levantó furioso y devolvió el golpe a su agresor, de modo que ambos terminaron en la calle.
Iriondo, en el descuento
Muy diferente es lo que ha quedado escrito en la historiografía rojiblanca más o menos oficial. En esta segunda versión de la jugada se asegura que, empujado por dos rivales, Zarra cayó encima del portero donostiarra y que Escartín, creyendo que lo había agredido, le expulsó. Y queda una tercera lectura, la que el propio protagonista hizo a quien esto firma en 1998. «Me despachó Escartín. Me había entrado muy duro Álvaro y fue él quien se lesionó. Entonces vino Gainza y me dijo: 'Telmo, písale a ése la cabeza'. Y yo riéndome, hice el amago de que le pisaba. Y nos despachó a los dos».
Sea como fuere, el caso es que el goleador rojiblanco tuvo que escuchar desde los vestuarios, donde lloraba de rabia, el clamor del tercer gol. El 3-2 llegó en el tiempo de descuento. Gainza avanzó por su carril y tiró a gol en busca de fortuna. La encontró. En lugar de un buen disparo, le salió un centro perfecto a Iriondo, que empujó el balón a la red. Ausente Oceja, Bertol recogió la Copa. Dos días después, durante el recibimiento al equipo, la multitud congregada debajo del Ayuntamiento obligó a Zarra a salir dos veces al balcón a saludar. Porque hay momentos en que también los héroes necesitan cariño.
La afrenta al héroe
Tarde o temprano, el fútbol siempre ofrece la oportunidad del desquite. Era algo que los jugadores del Valencia agradecían de corazón aquella tarde de junio de 1945. Desde la derrota en la anterior final, los chés llevaban un puñal clavado en el costado. Y allí estaban de nuevo, en el estadio de Montjuic, dispuestos a tomarse la revancha ante el mismo rival que les había herido un año antes. Era la hora de la venganza. Para el Athletic, la ocasión también era única. Después de perder sus opciones en la Liga durante una segunda vuelta muy irregular, los chicos de Urquizu afrontaban la oportunidad histórica de obtener su tercera Copa consecutiva y adjudicarse el trofeo en propiedad.
El partido no podía tener mejores ingredientes. Urquizu y Cubells, además, podían contar con sus mejores hombres con la única excepción de Oceja y Epi. Las dos delanteras impresionaban y la prensa especulaba sobre cuál serían las consecuencias de ese choque de trenes. No era para menos. Por un lado, Bertoli, Amadeo, Mundo, Igoa y Gorostiza. Por el otro, Iriondo, Panizo, Zarra, Gárate y Gainza. En la plantilla rojiblanca había ingresado esa temporada Venancio, que ha quedado en el recuerdo como el quinto hombre de aquella delantera mítica, pero ya se sabe que el imponente interior de Simondrogas tardó en asentarse como titular. No lo hizo hasta la campaña 1949-50. Gárate, luego Iraragorri, que volvió a vestirse de corto, y por último Emilio Aldecoa, un niño de la guerra formado en el Wolverhampton, le cerraron el paso hasta su explosión definitiva.
El Valencia salió muy fuerte en la final. Al abordaje. Ya en la primera jugada, segundos después de que Pedro Escartín pitara el comienzo, Mundo envió un balón rozando el larguero. El delantero vizcaíno estaba con el colmillo afilado. En el minuto 11, se plantó solo delante de Lezama y le batió por bajo. El Athletic reaccionó con casta, pero el equipo ché volvió a tomar la iniciativa. Fueron unos momentos delicados. Amadeo falló una ocasión clara tras un pase de Gorostiza y Lezama tuvo que lucirse para desviar un chutazo de Bertoli. Congestionado, Nando sufría por su banda. El 2-0 parecía cercano, pero aquel Athletic, incluso en sus momentos de mayor agobio, tenía una pegada de peso pesado. En el minuto 21, un centro de Iriondo llegó a la cabeza de Zarra, de la que salió propulsada hacia el lugar habitual, el fondo de la portería.
El empate animó a los rojiblancos. Cinco minutos después, Bertol escapó pitando de su área tras un córner y acertó a combinar con Panizo. 'La perdiz' oteó el horizonte y eligió la mejor opción. Era Iriondo, que corría por su banda. El balón le cayó medido y el guerniqués batió a Eizaguirre de tiro cruzado. Los leones habían salido de caza y el Valencia comenzó a sentirse muy mal. Sin embargo, un error de Mieza en un despeje lo aprovechó Mundo para meter otra vez a su equipo en el partido. Era el minuto 37.
La polémica
En la segunda mitad, el ritmo se desplomó. El desgaste de la temporada hizo mella en los jugadores y los dos equipos se dedicaron a nadar y guardar la ropa. El partido estaba al rojo vivo a siete minutos del final, cuando se produjo un hecho asombroso: Pedro Escartín, el árbitro más famoso de España, expulsó a Álvaro y a Zarra. Que el defensa valencianista viera el camino de los vestuarios entraba dentro de lo normal. Era un tipo duro que solía merodear con frecuencia por los extrarradios del reglamento. Durante la final, por ejemplo, había hecho una entrada de escalofrío a Gainza. Cómo sería la patada que un periodista indignado la calificó de «cainesca». Lo de Zarra, en cambio, no podía ser más sorprendente. Había algo de irreal en la escena, una inversión de papeles que resultaba inverosímil, como si al Capitán Trueno le sorprendieran abusando de unos pobres labriegos desarmados. Pero lo cierto es que sucedió. El caballero del gol tuvo que irse a la caseta, desolado.
¿Qué es lo que ocurrió? Lo cierto es que existen varias versiones contrapuestas de lo sucedido, por lo que se hace muy difícil saber a qué atenerse. Una de ellas es la que recogió el enviado especial de este periódico, Jesús de la Maza. Según su relato, con el partido metido en un puño, Zarra fue a presionar a Eizaguirre, que acababa de atajar un balón. Su acoso pareció excesivo a dos defensas del Valencia, que le empujaron y le tiraron al suelo. Una vez allí, Álvaro le pegó una patada en la boca. Viendo que sangraba, Zarra se levantó furioso y devolvió el golpe a su agresor, de modo que ambos terminaron en la calle.
Iriondo, en el descuento
Muy diferente es lo que ha quedado escrito en la historiografía rojiblanca más o menos oficial. En esta segunda versión de la jugada se asegura que, empujado por dos rivales, Zarra cayó encima del portero donostiarra y que Escartín, creyendo que lo había agredido, le expulsó. Y queda una tercera lectura, la que el propio protagonista hizo a quien esto firma en 1998. «Me despachó Escartín. Me había entrado muy duro Álvaro y fue él quien se lesionó. Entonces vino Gainza y me dijo: 'Telmo, písale a ése la cabeza'. Y yo riéndome, hice el amago de que le pisaba. Y nos despachó a los dos».
Sea como fuere, el caso es que el goleador rojiblanco tuvo que escuchar desde los vestuarios, donde lloraba de rabia, el clamor del tercer gol. El 3-2 llegó en el tiempo de descuento. Gainza avanzó por su carril y tiró a gol en busca de fortuna. La encontró. En lugar de un buen disparo, le salió un centro perfecto a Iriondo, que empujó el balón a la red. Ausente Oceja, Bertol recogió la Copa. Dos días después, durante el recibimiento al equipo, la multitud congregada debajo del Ayuntamiento obligó a Zarra a salir dos veces al balcón a saludar. Porque hay momentos en que también los héroes necesitan cariño.
"¡A mí el pelotón, Sabino, que los arrollo!"
Cuando se retiró del fútbol, en 1924, José Mari Belauste era ya toda una leyenda. Y gran parte de ella la había construido lejos de Bilbao, durante el bautismo de fuego internacional del fútbol español: en los Juegos Olímpicos de Amberes, con la primera selección nacional española que saltó a un campo.
Hay que señalar que José Mari Belauste, ya veterano, no estaba en plenitud de condiciones físicas. Además del fútbol practicaba cuantas especialidades se ponían a tiro y era, además, un consumado tenista, montañero y atleta, sobre todo en cuanto a lanzamientos. Precisamente lanzando la jabalina se produjo una lesión inguinal en los días previos a la convocatoria pero, aún así, fue fijo en la misma.
Belauste figuró en la primera alineación internacional de una selección española (Zamora, Otero, Arrate, Samitier, Belauste, Eguiazábal, Pagaza, Sesúmaga, Patricio, Pichichi y Acedo), que se enfrentó a uno de los grandes favoritos en aquellos Juegos: Dinamarca. Belauste jugó en posición retrasada y desde allí contuvo las feroces acometidas danesas sobre la meta del "divino" Zamora. Sin embargo, la dureza danesa había hecho mella incluso en él y no jugó contra Bélgica. Se perdió 1-3. Y Zamora cuenta en sus memorias que su baja fue básica en la derrota.
Pero el descanso hizo efecto y contra Suecia volvió a ser titular. Nunca más oportunamente, pues el choque fue violentísimo. Su corpulencia imponía respeto y, a la hora de dar o recibir, no se arredraba. Mediado el primer tiempo y en pleno intercambio de "leña", Dahl marca el 0-1.
Un gol de autentica "furia"
A los dos minutos de la segunda parte, se pita un golpe franco contra Suecia. Belauste, que son su "¡Aurrera!" habia mantenido la moral española, se planta en actitud retadora en medio de la defensa nórdica y grita al tambíen "león" Sabino "A mí el pelotón, Sabino, que los arrollo" -otros testigos cuentan que lo realmente gritado fue "A mí, Sabino, que los mato"-. Sabino "cuelga" la bola y un defensa sueco se lanza al corte. Belauste salta más y cabecea impulsándose con todo el cuerpo. El balón, José Mari y varios defensores suecos acaban dentro de la red. Después, Txomin Acedo marca el definitivo 2-1.
Belauste volvió a descansar contra Italia, pero jugó el decisivo encuentro ante Holanda que significó la medalla de plata. A su regreso, él y los otros tres "leones" de la furia (Sabino, Acedo y Pichichi) fueron recibidos como lo que eran, unos autenticos héroes.
(Fuente: Athletic, orgullo de una afición)
Hay que señalar que José Mari Belauste, ya veterano, no estaba en plenitud de condiciones físicas. Además del fútbol practicaba cuantas especialidades se ponían a tiro y era, además, un consumado tenista, montañero y atleta, sobre todo en cuanto a lanzamientos. Precisamente lanzando la jabalina se produjo una lesión inguinal en los días previos a la convocatoria pero, aún así, fue fijo en la misma.
Belauste figuró en la primera alineación internacional de una selección española (Zamora, Otero, Arrate, Samitier, Belauste, Eguiazábal, Pagaza, Sesúmaga, Patricio, Pichichi y Acedo), que se enfrentó a uno de los grandes favoritos en aquellos Juegos: Dinamarca. Belauste jugó en posición retrasada y desde allí contuvo las feroces acometidas danesas sobre la meta del "divino" Zamora. Sin embargo, la dureza danesa había hecho mella incluso en él y no jugó contra Bélgica. Se perdió 1-3. Y Zamora cuenta en sus memorias que su baja fue básica en la derrota.
Pero el descanso hizo efecto y contra Suecia volvió a ser titular. Nunca más oportunamente, pues el choque fue violentísimo. Su corpulencia imponía respeto y, a la hora de dar o recibir, no se arredraba. Mediado el primer tiempo y en pleno intercambio de "leña", Dahl marca el 0-1.
Un gol de autentica "furia"
A los dos minutos de la segunda parte, se pita un golpe franco contra Suecia. Belauste, que son su "¡Aurrera!" habia mantenido la moral española, se planta en actitud retadora en medio de la defensa nórdica y grita al tambíen "león" Sabino "A mí el pelotón, Sabino, que los arrollo" -otros testigos cuentan que lo realmente gritado fue "A mí, Sabino, que los mato"-. Sabino "cuelga" la bola y un defensa sueco se lanza al corte. Belauste salta más y cabecea impulsándose con todo el cuerpo. El balón, José Mari y varios defensores suecos acaban dentro de la red. Después, Txomin Acedo marca el definitivo 2-1.
Belauste volvió a descansar contra Italia, pero jugó el decisivo encuentro ante Holanda que significó la medalla de plata. A su regreso, él y los otros tres "leones" de la furia (Sabino, Acedo y Pichichi) fueron recibidos como lo que eran, unos autenticos héroes.
(Fuente: Athletic, orgullo de una afición)
jueves, 4 de noviembre de 2010
Evolución de la camiseta del Athletic Club
Durante sus primeros años de historia, el Athletic Club vistió una equitación improvisada para jugar partidos amistosos, la cual era un jersey blanco, un calzón blanco y unas medias negras.
Ya en 1902-03, coincidiendo con la primera celebración oficial de la Copa del Rey, el Athletic sustituyó su improvisada equipación blanca por una más elegante y representativa. Esta nueva equipación era la misma que vestía el club inglés Blackburn Rovers Football Club, ya que representantes del Athletic Club se trasladaban hasta Inglaterra para comprar dicha equipación al club inglés. La equipación consistía en una camisola con dos franjas, una azul oscura y la otra blanca; Unos calzones de color azul oscuro; Y unas medias azules oscuras adornadas con una franja blanca en la parte superior.
En 1910, un representante del Athletic, al encontrar agotadas las equipaciones del Blackburn Rovers Football Club, se vino de vuelta con los uniformes del Southampton (camisola a rayas rojiblancas con calzón negro y medias negras), la indumentaria definitiva. Durante las siguientes décadas la equipación no sufrió grandes modificaciones, aparte de pequeñas modernizaciones para adecuarlas a los nuevos tiempos.
En 1950 el Athletic cambió sus clásicas medias negras por unas rojiblancas. A principios de los años 1960, se renovó la anticuada camisa por una camiseta ajustada y los calzones fueron sustituidos por unos pantalones cortos y ajustados, la razón de este cambió fue simplemente la de amoldarse a la nueva moda de aquellos años, la cual destacaba por su ropa ajustada.
A mediados de los años 1970 se volvió de nuevo a las medias negras, pero esta vez con un adorno rojiblanco en la parte superior. Ya en la década de 1980, el Athletic firmó un contrato por 10 años con la marca alemana Adidas, la cual mantiene las medias negras con el adorno rojiblanco. En los años 1990 el Athletic firmó con Kappa, con la que mantuvo el contrato hasta la temporada 1998-1999. Para la campaña 1999-2000 el Athletic volvió a vestir de nuevo la marca Adidas, pero esta vez sólo durante 2 años.
En 2001 el Athletic creó su propia marca deportiva llamada 100% Athletic, la cual hace también ropa de calle además de las equipaciones deportivas. Esta marca eliminó el adorno rojiblanco de las medias y las volvió a poner totalmente negras.
En 2009 el Athletic firmó un acuerdo con Umbro para vestir al club durante los próximos 8 años con opción a ampliarlo. A partir de la temporada 2009/10 el Athletic comenzó a vestir oficialmente las equipaciones de Umbro. La marca 100% Athletic, al ser propiedad del Athletic seguirá vendiendo ropa de calle y diversos complementos con el nombre del club, pero ya no realizará prendas deportivas.
(Fuente: Wikipedia)
Ya en 1902-03, coincidiendo con la primera celebración oficial de la Copa del Rey, el Athletic sustituyó su improvisada equipación blanca por una más elegante y representativa. Esta nueva equipación era la misma que vestía el club inglés Blackburn Rovers Football Club, ya que representantes del Athletic Club se trasladaban hasta Inglaterra para comprar dicha equipación al club inglés. La equipación consistía en una camisola con dos franjas, una azul oscura y la otra blanca; Unos calzones de color azul oscuro; Y unas medias azules oscuras adornadas con una franja blanca en la parte superior.
En 1910, un representante del Athletic, al encontrar agotadas las equipaciones del Blackburn Rovers Football Club, se vino de vuelta con los uniformes del Southampton (camisola a rayas rojiblancas con calzón negro y medias negras), la indumentaria definitiva. Durante las siguientes décadas la equipación no sufrió grandes modificaciones, aparte de pequeñas modernizaciones para adecuarlas a los nuevos tiempos.
En 1950 el Athletic cambió sus clásicas medias negras por unas rojiblancas. A principios de los años 1960, se renovó la anticuada camisa por una camiseta ajustada y los calzones fueron sustituidos por unos pantalones cortos y ajustados, la razón de este cambió fue simplemente la de amoldarse a la nueva moda de aquellos años, la cual destacaba por su ropa ajustada.
A mediados de los años 1970 se volvió de nuevo a las medias negras, pero esta vez con un adorno rojiblanco en la parte superior. Ya en la década de 1980, el Athletic firmó un contrato por 10 años con la marca alemana Adidas, la cual mantiene las medias negras con el adorno rojiblanco. En los años 1990 el Athletic firmó con Kappa, con la que mantuvo el contrato hasta la temporada 1998-1999. Para la campaña 1999-2000 el Athletic volvió a vestir de nuevo la marca Adidas, pero esta vez sólo durante 2 años.
En 2001 el Athletic creó su propia marca deportiva llamada 100% Athletic, la cual hace también ropa de calle además de las equipaciones deportivas. Esta marca eliminó el adorno rojiblanco de las medias y las volvió a poner totalmente negras.
En 2009 el Athletic firmó un acuerdo con Umbro para vestir al club durante los próximos 8 años con opción a ampliarlo. A partir de la temporada 2009/10 el Athletic comenzó a vestir oficialmente las equipaciones de Umbro. La marca 100% Athletic, al ser propiedad del Athletic seguirá vendiendo ropa de calle y diversos complementos con el nombre del club, pero ya no realizará prendas deportivas.
(Fuente: Wikipedia)
Arraigados en el Botxo
En los primerísimos y heroicos tiempos del fútbol español, casi todo club que se preciase "tenía" que contar en sus filas con varios "maestros" británicos y el Athletic, que además los tenía "en casa" por la fuerte relación que existía en aquellos años entre Vizcaya y las Islas Británicas, no fue una excepción. No obstante, la presencia en las filas bilbaínas de los Alfred Mills, Langford, Dyer, Evans y otros no significó "traición" al trabajo de cantera que siempre ha tenido el Athletic como orgullo, dado que todos ellos estaban radicados en Bilbao sintiéndose muchos de ellos bilbaínos de corazón. Se cuenta que uno de ellos, Langford, ya maduro, se negó a ser evacuado de la ciudad durante la Guerra Civil con el resto de la colonia británica aduciendo que prefería "Bilbao con bombas y con vino a Londres sin bombas y sin vino".
(Fuente: Athletic, orgullo de una afición)
(Fuente: Athletic, orgullo de una afición)
Historias de la Copa (1944)
(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 5 de mayo de 2009)
El cuarteto mágico
La vida se ve de otra manera cuando el Athletic es campeón. Cambian las perspectivas y se trastocan todas las prioridades. Podría decirse que se entra en otra dimensión. Así se explica que, con tal de pagarse el viaje y la entrada a la final, alguien pueda vender su único colchón y dormir luego en el suelo durante semanas. Y así se explica que, en 1944, es decir, en lo más duro de la postguerra, encontrar una entradita para la final que el 25 de junio el Athletic disputó contra el Valencia se convirtiera en un problema de mil demonios, similar al que se ha sufrido ahora, 65 años después. Pero es que la afición del Athletic no tiene remedio, y menos cuando se trata de volcarse en el torneo que ha marcado la historia del club, esa Copa cuya final, como se empezó a decir ya en los años de Pichichi, jugaban el Athletic y otro más.
Aquella tarde de 1944, además, la hinchada rojiblanca tenía especialmente afilado su sentido del deber. El equipo le necesitaba. Hay que ponerse en situación. Tras completar un magnífico doblete la temporada anterior, la escuadra de Juanito Urquizu había decepcionado en la Liga, que fue un chasco de principio a fin. Ya en el primer partido, disputado en Las Corts, el Athletic perdió para largo tiempo a Zarra y a Lezama; al primero por fractura de clavícula y al segundo, de peroné. Fue el comienzo de una plaga de lesiones que impidió al equipo asentarse. En la Copa, sin embargo, llegó la reacción. El Athletic eliminó al Barakaldo, el Arenas y el Granada antes de superar al Atlético Aviación en un cruce a cara de perro, ajustadísimo, tanto que se decidió en un partido de desempate jugado en Barcelona.
En la final esperaba todavía un hueso más duro: el Valencia de los vascos, un equipazo. Allí estaban los donostiarras Eizaguirre, Igoa, Epi e Iturraspe, el baracaldés Mundo, ex-rojiblanco Higinio Ortuzar y, junto a ellos, dos vizcaínos ilustres, dos mitos del Athletic y del Real Madrid de antes de la guerra: Gorostiza y Lecue. 'Bala Roja', eso sí, no pudo alinearse aquella tarde debido a una lesión. Su puesto lo ocupó Asensi. El partido comenzó a las seis y media de la tarde. Lucía el sol en Montjuic. En las gradas, 62.000 espectadores contenían el aliento, aprisionados. El Athletic jugaba con su alineación de gala, en la que figuraban, por primera vez como titulares en una gran final, cuatro futbolistas que, juntos y revueltos durante la década de los cuarenta, lograron lo que parecía imposible: devolver al ataque rojiblanco el nivel estratosférico que tuvo durante los años de mister Pentland. Eran Iriondo, Zarra, Panizo y Gainza. Cuatro estrellas. Se ha escrito mucho de ellos, pero es que hacerlo es una obligación. Repitámonos, por tanto.
Cuatro estrellas
Panizo era un superclase con una visión del fútbol espectacular y un toque único. Que al de Simondrogas le costara convencer a San Mamés y nunca dejara de tener sus detractores no deja de ser la mejor demostración de su talento, que muchos no comenzaron a apreciar en su justa medida hasta que vieron jugar en Bilbao al San Lorenzo de Almagro, capitaneado por Ángel Zubieta. Rafa Iriondo, por su parte, fue un caso prodigioso. Quizá no haya en la historia un futbolista que haya debutado en Primera habiendo disputado menos partidos. Iriondo sólo había jugado una vez con el Gernika, el equipo de su pueblo, cuando, al terminar la guerra, tras pasarlas canutas en el frente de Teruel, se presentó en Garellano a las pruebas que estaba haciendo el Athletic para recomponer su plantilla. Iriondo impresionó a Roberto Echevarría, que le hizo un hueco en el Bilbao, donde jugó cinco partidos antes de irse a África a hacer la mili y disputar allí otros cinco encuentros con el Atlético de Tetuán. Cuando consiguió el traslado a Bilbao con una prórroga de estudios y se presentó en San Mamés, Urquizu no lo dudó y le ascendió al primer equipo. Once partidos le habían servido para llegar al Athletic.
Escudero, el gentleman
Si Rafa Iriondo fue un gran extremo derecha rematador pero nunca pudo ser el delantero centro que siempre quiso ser, ello se debió a una causa de fuerza mayor: Telmo Zarraonaindía, uno de los grandes goleadores de la historia del fútbol. Seis veces máximo realizador de la Liga, deportista ejemplar por su caballerosidad, internacional indiscutible, autor del gol más famoso de la historia del fútbol español (Maracaná, 1950), la carrera y la figura del hijo del jefe de estación de Asua trascienden con mucho el ámbito del Athletic. Como también lo trasciende la de su lugarteniente durante tanto años, 'Piru' Gainza. Aprendiz de tornero en La Baskonia, este zurdo de Basauri obró en unos meses el milagro de que nadie en San Mamés echara de menos a 'Bala Roja'. No es de extrañar: 'Piru', al que una exhibición con la selección española en Dalymount Park le valió el apodo de 'el Gamo de Dublín' lo tenía todo: velocidad, cambio de ritmo, mala leche, astucia, capacidad de improvisación y una zurda que era un revólver envuelto en un pañuelo de seda.
A estos cuatro grandes se les unió aquella tarde en Montjuic un elemento peculiar: Rafael Escudero, el sobrino de Germán Echevarría, 'Maneras'. Escudero era todo un gentleman y un futbolista magnífico que hubiera encajado como un guante en aquella delantera. Sin embargo, su concepción amateur del fútbol le hizo jugar sólo una temporada en el Athletic y completar toda su carrera deportiva en el Indautxu. Escudero, que murió en 1953 en un accidente de aviación, fue decisivo en aquella final contra el Valencia, que no tuvo el equilibrio que se esperaba. Los pupilos de Cubells sólo aguantaron veinte minutos el ritmo del Athletic, al que Zarra adelantó en el minuto 20. Escudero, a pase de Gainza, hizo el 2-0 definitivo poco antes del descanso.
El cuarteto mágico
La vida se ve de otra manera cuando el Athletic es campeón. Cambian las perspectivas y se trastocan todas las prioridades. Podría decirse que se entra en otra dimensión. Así se explica que, con tal de pagarse el viaje y la entrada a la final, alguien pueda vender su único colchón y dormir luego en el suelo durante semanas. Y así se explica que, en 1944, es decir, en lo más duro de la postguerra, encontrar una entradita para la final que el 25 de junio el Athletic disputó contra el Valencia se convirtiera en un problema de mil demonios, similar al que se ha sufrido ahora, 65 años después. Pero es que la afición del Athletic no tiene remedio, y menos cuando se trata de volcarse en el torneo que ha marcado la historia del club, esa Copa cuya final, como se empezó a decir ya en los años de Pichichi, jugaban el Athletic y otro más.
Aquella tarde de 1944, además, la hinchada rojiblanca tenía especialmente afilado su sentido del deber. El equipo le necesitaba. Hay que ponerse en situación. Tras completar un magnífico doblete la temporada anterior, la escuadra de Juanito Urquizu había decepcionado en la Liga, que fue un chasco de principio a fin. Ya en el primer partido, disputado en Las Corts, el Athletic perdió para largo tiempo a Zarra y a Lezama; al primero por fractura de clavícula y al segundo, de peroné. Fue el comienzo de una plaga de lesiones que impidió al equipo asentarse. En la Copa, sin embargo, llegó la reacción. El Athletic eliminó al Barakaldo, el Arenas y el Granada antes de superar al Atlético Aviación en un cruce a cara de perro, ajustadísimo, tanto que se decidió en un partido de desempate jugado en Barcelona.
En la final esperaba todavía un hueso más duro: el Valencia de los vascos, un equipazo. Allí estaban los donostiarras Eizaguirre, Igoa, Epi e Iturraspe, el baracaldés Mundo, ex-rojiblanco Higinio Ortuzar y, junto a ellos, dos vizcaínos ilustres, dos mitos del Athletic y del Real Madrid de antes de la guerra: Gorostiza y Lecue. 'Bala Roja', eso sí, no pudo alinearse aquella tarde debido a una lesión. Su puesto lo ocupó Asensi. El partido comenzó a las seis y media de la tarde. Lucía el sol en Montjuic. En las gradas, 62.000 espectadores contenían el aliento, aprisionados. El Athletic jugaba con su alineación de gala, en la que figuraban, por primera vez como titulares en una gran final, cuatro futbolistas que, juntos y revueltos durante la década de los cuarenta, lograron lo que parecía imposible: devolver al ataque rojiblanco el nivel estratosférico que tuvo durante los años de mister Pentland. Eran Iriondo, Zarra, Panizo y Gainza. Cuatro estrellas. Se ha escrito mucho de ellos, pero es que hacerlo es una obligación. Repitámonos, por tanto.
Cuatro estrellas
Panizo era un superclase con una visión del fútbol espectacular y un toque único. Que al de Simondrogas le costara convencer a San Mamés y nunca dejara de tener sus detractores no deja de ser la mejor demostración de su talento, que muchos no comenzaron a apreciar en su justa medida hasta que vieron jugar en Bilbao al San Lorenzo de Almagro, capitaneado por Ángel Zubieta. Rafa Iriondo, por su parte, fue un caso prodigioso. Quizá no haya en la historia un futbolista que haya debutado en Primera habiendo disputado menos partidos. Iriondo sólo había jugado una vez con el Gernika, el equipo de su pueblo, cuando, al terminar la guerra, tras pasarlas canutas en el frente de Teruel, se presentó en Garellano a las pruebas que estaba haciendo el Athletic para recomponer su plantilla. Iriondo impresionó a Roberto Echevarría, que le hizo un hueco en el Bilbao, donde jugó cinco partidos antes de irse a África a hacer la mili y disputar allí otros cinco encuentros con el Atlético de Tetuán. Cuando consiguió el traslado a Bilbao con una prórroga de estudios y se presentó en San Mamés, Urquizu no lo dudó y le ascendió al primer equipo. Once partidos le habían servido para llegar al Athletic.
Escudero, el gentleman
Si Rafa Iriondo fue un gran extremo derecha rematador pero nunca pudo ser el delantero centro que siempre quiso ser, ello se debió a una causa de fuerza mayor: Telmo Zarraonaindía, uno de los grandes goleadores de la historia del fútbol. Seis veces máximo realizador de la Liga, deportista ejemplar por su caballerosidad, internacional indiscutible, autor del gol más famoso de la historia del fútbol español (Maracaná, 1950), la carrera y la figura del hijo del jefe de estación de Asua trascienden con mucho el ámbito del Athletic. Como también lo trasciende la de su lugarteniente durante tanto años, 'Piru' Gainza. Aprendiz de tornero en La Baskonia, este zurdo de Basauri obró en unos meses el milagro de que nadie en San Mamés echara de menos a 'Bala Roja'. No es de extrañar: 'Piru', al que una exhibición con la selección española en Dalymount Park le valió el apodo de 'el Gamo de Dublín' lo tenía todo: velocidad, cambio de ritmo, mala leche, astucia, capacidad de improvisación y una zurda que era un revólver envuelto en un pañuelo de seda.
A estos cuatro grandes se les unió aquella tarde en Montjuic un elemento peculiar: Rafael Escudero, el sobrino de Germán Echevarría, 'Maneras'. Escudero era todo un gentleman y un futbolista magnífico que hubiera encajado como un guante en aquella delantera. Sin embargo, su concepción amateur del fútbol le hizo jugar sólo una temporada en el Athletic y completar toda su carrera deportiva en el Indautxu. Escudero, que murió en 1953 en un accidente de aviación, fue decisivo en aquella final contra el Valencia, que no tuvo el equilibrio que se esperaba. Los pupilos de Cubells sólo aguantaron veinte minutos el ritmo del Athletic, al que Zarra adelantó en el minuto 20. Escudero, a pase de Gainza, hizo el 2-0 definitivo poco antes del descanso.
lunes, 1 de noviembre de 2010
El Athletic, mi abuela y su manta
Artículo publicado en el número 9 de la revista Athletic Club
(Febrero 2007)
Fernando Canales, Maestro Cocinero
Desde pequeño, mi gran sueño, como el de muchos vizcainos, era ser jugador del Athletic. No existía ni existe más honor que ése, por eso no entendemos una entrega casi extenuante a los jugadores del Athletic, pero como la gloria es sólo para unos elegidos, en ese amor al Athletic se quedó un forofo que pierde los papeles cuando el Athletic juega.
Desde muy pequeño iba a San Mamés con mi abuela. Yo llevaba su manta en invierno y mi bandera, que agitaba con el deseo de que ayudara a los jugadores. Los momentos vividos de orgullo y emoción no me los quita nadie. Esas galopadas de Urkiaga, el deleite de Sarabia, la final de la UEFA, las dos ligas, el penalti que paró Zaldua a Neeskens, el guante de Argote en su bota, la furia de Goiko... todo ha sido orgullo y emoción. Al Athletic no le pedimos que gane, le pedimos pasión, entrega y compromiso. Nos conformamos con ese espíritu mágico que hacía a La Catedral única, por eso ahora sufrimos tanto.
El compromiso de la afición con el Athletic no es correspondido en algunos momentos por los de turno que lo representan jugando con esa camiseta mágica, ya que sólo el hecho de llevarla tendría que convertir a un jugador en poseedor del mayor honor posible.
Cuántas tardes de glorias y decepción, pero sobre todo de dignidad, ésa es la palabra clave en estos tiempos, dignidad de representar al orgulo de Bizkaia. Quizá si algún jugador viera peligrar su puesto correría más, pero si sintiera lo que representa, desde luego no le haría falta. Cuando he viajado fuera, sacaba pecho diciendo que era del Athletic, últimamente sólo doy pena. En el Etxanobe, cuando juega el Athletic, ponemos la bandera en la cocina, estamos a tono con el momento, festejamos los goles y somos el marcador instantáneo de nuestros clientes.
El póster anual del Athletic preside anualmente el lugar más emblemático de nuestra cocina y todos añoramos que venga ese director mágico que consiga inculcar y ensamblar a ese colectovo de elegidos la casta y raza que nos ha hecho mágicos, yo a veces pienso: "y si cobrásemos por representar y jugar en el Athletic..."
Igual sería distinto. pero soñar es gratis y, a veces, un profesional como Luis Enrique, Eto'o o Karpin, por poner algunos ejemplos, sienten más los colores de otro equipo, que nuestros jugadores los nuestros, como si el honor tuviera precio, y a la vista parece que lo tiene. Entonces, si es por dinero, ¿que hacemos los de Bilbao con este equipo? ¡Aupa Athletic!.
(Febrero 2007)
Fernando Canales, Maestro Cocinero
Desde pequeño, mi gran sueño, como el de muchos vizcainos, era ser jugador del Athletic. No existía ni existe más honor que ése, por eso no entendemos una entrega casi extenuante a los jugadores del Athletic, pero como la gloria es sólo para unos elegidos, en ese amor al Athletic se quedó un forofo que pierde los papeles cuando el Athletic juega.
Desde muy pequeño iba a San Mamés con mi abuela. Yo llevaba su manta en invierno y mi bandera, que agitaba con el deseo de que ayudara a los jugadores. Los momentos vividos de orgullo y emoción no me los quita nadie. Esas galopadas de Urkiaga, el deleite de Sarabia, la final de la UEFA, las dos ligas, el penalti que paró Zaldua a Neeskens, el guante de Argote en su bota, la furia de Goiko... todo ha sido orgullo y emoción. Al Athletic no le pedimos que gane, le pedimos pasión, entrega y compromiso. Nos conformamos con ese espíritu mágico que hacía a La Catedral única, por eso ahora sufrimos tanto.
El compromiso de la afición con el Athletic no es correspondido en algunos momentos por los de turno que lo representan jugando con esa camiseta mágica, ya que sólo el hecho de llevarla tendría que convertir a un jugador en poseedor del mayor honor posible.
Cuántas tardes de glorias y decepción, pero sobre todo de dignidad, ésa es la palabra clave en estos tiempos, dignidad de representar al orgulo de Bizkaia. Quizá si algún jugador viera peligrar su puesto correría más, pero si sintiera lo que representa, desde luego no le haría falta. Cuando he viajado fuera, sacaba pecho diciendo que era del Athletic, últimamente sólo doy pena. En el Etxanobe, cuando juega el Athletic, ponemos la bandera en la cocina, estamos a tono con el momento, festejamos los goles y somos el marcador instantáneo de nuestros clientes.
El póster anual del Athletic preside anualmente el lugar más emblemático de nuestra cocina y todos añoramos que venga ese director mágico que consiga inculcar y ensamblar a ese colectovo de elegidos la casta y raza que nos ha hecho mágicos, yo a veces pienso: "y si cobrásemos por representar y jugar en el Athletic..."
Igual sería distinto. pero soñar es gratis y, a veces, un profesional como Luis Enrique, Eto'o o Karpin, por poner algunos ejemplos, sienten más los colores de otro equipo, que nuestros jugadores los nuestros, como si el honor tuviera precio, y a la vista parece que lo tiene. Entonces, si es por dinero, ¿que hacemos los de Bilbao con este equipo? ¡Aupa Athletic!.
Historias de la Copa (1943)
(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 4 de mayo de 2009)
Diez años, una vida
De 1933 a 1943. Nunca había estado tanto tiempo el Athletic sin levantar su trofeo preferido. Fueron diez años, pero parecieron toda una vida. El equipo supo aprovechar la estupenda inercia que había dejado mister Pentland y, aunque no volvió a ganar la Copa, conquistó dos nuevos títulos de Liga en las temporadas 1933-34, con Patricio Caicedo de entrenador, y 1935-36, con el inglés William Garbutt al frente de un equipo que ya empezaba a regenerarse con la incorporación de jóvenes como Zubieta, Oceja, Gárate, Gerardo o Elices. Y entonces estalló la Guerra y fue como si un inmenso telón de tinieblas cayera, de repente, sobre el escenario en el que se representaba una obra inolvidable: la de los alirones del Athletic, la de una inmensa felicidad colectiva.
El paisaje después de la batalla era devastador. El Athletic, como tantos proyectos de vida, había quedado desmantelado. La mayoría de sus mejores jugadores, integrantes del mítico equipo 'Euzkadi', estaban en el exilio, en México o Argentina. Era el caso de Cilaurren, Iraragorri, Muguerza, Zubieta o Blasco. Otros habían abandonado el fútbol o se habían apartado de la primera línea (Bata fichó por el Barakaldo) y dos de ellos, Ispizua y Castaños, cumplían condenas de cárcel. Y no sólo eso. Durante la Guerra, el club perdió a una de sus mejores promesas: el sestaotarra José Luis Justel, muerto en 1938 en el frente de Gandesa. El caso es que, cuando comenzó la temporada 1939-40, sólo seis componentes de la plantilla sabían lo que era defender la camiseta del Athletic en partido de Liga: Oceja, Gárate, Unamuno, Elices, Urra, aunque en su caso la experiencia se limitaba al debut, y Gorostiza, que fue uno de los dos jugadores del 'Euzkadi' que no quiso viajar a América y abandonó por la puerta de atrás la concentración en las afueras de París de aquella selección legendaria. A su regreso, se afiliaría a La Falange.
El otro fue Roberto Echevarría, que estaba recién casado y decidió volverse a Eibar. Aquejado de una grave lesión de espalda que le tuvo meses en cama, el medio izquierda rojiblanco colgó las botas. Una vez recuperado, aceptó coger las riendas del Athletic como técnico, una labor que, durante los años de la guerra, pastoreando promesas en amistosos y partidos del campeonato regional, había desarrollado Perico Birichinaga, toda una institución. Nacido en Sestao, ingresó en el club como botones, aprendió de mister Barnes los secretos del masaje y acabó de entrenador improvisado en unos tiempos de miedo. También él estuvo con el 'Euzkadi' y no viajó a América, pero en su caso fueron los propios jugadores los que animaron a volver para que pudiera cuidar a su familia.
Paciencia
Roberto Echevarría pidió paciencia a la afición cuando se hizo cargo de la plantilla. Era lógico. El equipo era nuevo. Le faltaba armazón y le sobraba juventud. Aparte de los seis veteranos antes citados y de Arqueta, que había jugado una campaña en el Betis, el resto -Bertol, Panizo, Viar, Macala, Echevarría, etc.- eran unos pipiolos. La hinchada no podía exigir mucho a corto plazo. Era necesaria una transición. Así hay que tomarse las temporadas 1939-40, que terminó con el traspaso de Gorostiza al Valencia, y la 1940-41, que tuvo su miga. En el terreno institucional hubo que tragarse una humillación estúpida y castellanizar el nombre del club. En el deportivo, las noticias fueron mejores. Juanito Urquizu aceptó el cargo de entrenador. Juanjo Mieza, veterano defensa de la campaña 1935-36, regresó al Athletic. Y dos chavales comenzaron a dar mucho de qué hablar: Zarra y Gainza.
Lo cierto es que Urquizu tenía a su disposición un buen material. A la plantilla le faltaban un par de hervores, pero en la Copa, ante el gran Valencia de la 'delantera eléctrica', campeón de Liga, demostró que podía competir a un gran nivel. Esa percepción se acabó de confirmar en la siguiente campaña. Aquel equipo que en la Liga alternaba despistes extraños con goleadas siderales propias de la época de Pentland, aquel equipo rápido y valiente al que, en la final de Copa, el Barcelona sólo pudo tumbar por 4-3 en una prórroga agónica, aquel equipo con cuatro diamantes llamados Iriondo, Zarra, Gainza y Panizo, aquel gran equipo, en fin, tenía el perfume inconfundible de los campeones.
Un doblete histórico
Lo demostró al año siguiente con un doblete memorable. Más de 150.000 personas acudieron a homenajear a los leones que ganaron la Liga. La fiesta se repitió dos meses y medio después, a finales de junio. El Athletic se enfrentó al Real Madrid en la final, que se jugó en el estadio Metropolitano, con Franco y el general Moscardó en el palco y 5.000 boinas rojas del Frente de Juventudes en las gradas. ¡Como para no levantar el brazo haciendo el saludo fascista al cantar el himno! Fue un partido duro y sin aire. Pudo ganar cualquiera. Los dos equipos se metieron en la zanja y no se dieron tregua. Zis, zas. En el Athletic destacaron Urra y su nuevo portero, Raimundo Pérez Lezama, un 'niño de la Guerra' formado en el Southampton al que recayó la responsabilidad de sustituir, tras su terrible lesión en un pulmón, al guardameta al que todos los aficionados veían como el sustituto natural de Gregorio Blasco: el getxotarra José María Echevarría.
Culminando una gran jugada de Elices, Zarra hizo el único gol del partido en el minuto 14 de la prórroga. Minutos antes, Lezama había hecho el paradón del partido al despejar un disparo de Alsúa. Durante la recepción a los campeones en el Ayuntamiento, el alcalde-camarada Zuazagoitia ofreció uno de sus típicos discursos de mentón alzado y hebilla muy prieta. «Queríamos ser los primeros en todo al servicio de España y del Caudillo», dijo. Pese a todo, pese al alcalde-camarada y sus soflamas, pese a la miseria, la represión y las cartillas de racionamiento, ese día Bilbao fue una ciudad feliz. Para eso estaba el Athletic campeón, de regreso al cabo de diez años, una vida después.
Diez años, una vida
De 1933 a 1943. Nunca había estado tanto tiempo el Athletic sin levantar su trofeo preferido. Fueron diez años, pero parecieron toda una vida. El equipo supo aprovechar la estupenda inercia que había dejado mister Pentland y, aunque no volvió a ganar la Copa, conquistó dos nuevos títulos de Liga en las temporadas 1933-34, con Patricio Caicedo de entrenador, y 1935-36, con el inglés William Garbutt al frente de un equipo que ya empezaba a regenerarse con la incorporación de jóvenes como Zubieta, Oceja, Gárate, Gerardo o Elices. Y entonces estalló la Guerra y fue como si un inmenso telón de tinieblas cayera, de repente, sobre el escenario en el que se representaba una obra inolvidable: la de los alirones del Athletic, la de una inmensa felicidad colectiva.
El paisaje después de la batalla era devastador. El Athletic, como tantos proyectos de vida, había quedado desmantelado. La mayoría de sus mejores jugadores, integrantes del mítico equipo 'Euzkadi', estaban en el exilio, en México o Argentina. Era el caso de Cilaurren, Iraragorri, Muguerza, Zubieta o Blasco. Otros habían abandonado el fútbol o se habían apartado de la primera línea (Bata fichó por el Barakaldo) y dos de ellos, Ispizua y Castaños, cumplían condenas de cárcel. Y no sólo eso. Durante la Guerra, el club perdió a una de sus mejores promesas: el sestaotarra José Luis Justel, muerto en 1938 en el frente de Gandesa. El caso es que, cuando comenzó la temporada 1939-40, sólo seis componentes de la plantilla sabían lo que era defender la camiseta del Athletic en partido de Liga: Oceja, Gárate, Unamuno, Elices, Urra, aunque en su caso la experiencia se limitaba al debut, y Gorostiza, que fue uno de los dos jugadores del 'Euzkadi' que no quiso viajar a América y abandonó por la puerta de atrás la concentración en las afueras de París de aquella selección legendaria. A su regreso, se afiliaría a La Falange.
El otro fue Roberto Echevarría, que estaba recién casado y decidió volverse a Eibar. Aquejado de una grave lesión de espalda que le tuvo meses en cama, el medio izquierda rojiblanco colgó las botas. Una vez recuperado, aceptó coger las riendas del Athletic como técnico, una labor que, durante los años de la guerra, pastoreando promesas en amistosos y partidos del campeonato regional, había desarrollado Perico Birichinaga, toda una institución. Nacido en Sestao, ingresó en el club como botones, aprendió de mister Barnes los secretos del masaje y acabó de entrenador improvisado en unos tiempos de miedo. También él estuvo con el 'Euzkadi' y no viajó a América, pero en su caso fueron los propios jugadores los que animaron a volver para que pudiera cuidar a su familia.
Paciencia
Roberto Echevarría pidió paciencia a la afición cuando se hizo cargo de la plantilla. Era lógico. El equipo era nuevo. Le faltaba armazón y le sobraba juventud. Aparte de los seis veteranos antes citados y de Arqueta, que había jugado una campaña en el Betis, el resto -Bertol, Panizo, Viar, Macala, Echevarría, etc.- eran unos pipiolos. La hinchada no podía exigir mucho a corto plazo. Era necesaria una transición. Así hay que tomarse las temporadas 1939-40, que terminó con el traspaso de Gorostiza al Valencia, y la 1940-41, que tuvo su miga. En el terreno institucional hubo que tragarse una humillación estúpida y castellanizar el nombre del club. En el deportivo, las noticias fueron mejores. Juanito Urquizu aceptó el cargo de entrenador. Juanjo Mieza, veterano defensa de la campaña 1935-36, regresó al Athletic. Y dos chavales comenzaron a dar mucho de qué hablar: Zarra y Gainza.
Lo cierto es que Urquizu tenía a su disposición un buen material. A la plantilla le faltaban un par de hervores, pero en la Copa, ante el gran Valencia de la 'delantera eléctrica', campeón de Liga, demostró que podía competir a un gran nivel. Esa percepción se acabó de confirmar en la siguiente campaña. Aquel equipo que en la Liga alternaba despistes extraños con goleadas siderales propias de la época de Pentland, aquel equipo rápido y valiente al que, en la final de Copa, el Barcelona sólo pudo tumbar por 4-3 en una prórroga agónica, aquel equipo con cuatro diamantes llamados Iriondo, Zarra, Gainza y Panizo, aquel gran equipo, en fin, tenía el perfume inconfundible de los campeones.
Un doblete histórico
Lo demostró al año siguiente con un doblete memorable. Más de 150.000 personas acudieron a homenajear a los leones que ganaron la Liga. La fiesta se repitió dos meses y medio después, a finales de junio. El Athletic se enfrentó al Real Madrid en la final, que se jugó en el estadio Metropolitano, con Franco y el general Moscardó en el palco y 5.000 boinas rojas del Frente de Juventudes en las gradas. ¡Como para no levantar el brazo haciendo el saludo fascista al cantar el himno! Fue un partido duro y sin aire. Pudo ganar cualquiera. Los dos equipos se metieron en la zanja y no se dieron tregua. Zis, zas. En el Athletic destacaron Urra y su nuevo portero, Raimundo Pérez Lezama, un 'niño de la Guerra' formado en el Southampton al que recayó la responsabilidad de sustituir, tras su terrible lesión en un pulmón, al guardameta al que todos los aficionados veían como el sustituto natural de Gregorio Blasco: el getxotarra José María Echevarría.
Culminando una gran jugada de Elices, Zarra hizo el único gol del partido en el minuto 14 de la prórroga. Minutos antes, Lezama había hecho el paradón del partido al despejar un disparo de Alsúa. Durante la recepción a los campeones en el Ayuntamiento, el alcalde-camarada Zuazagoitia ofreció uno de sus típicos discursos de mentón alzado y hebilla muy prieta. «Queríamos ser los primeros en todo al servicio de España y del Caudillo», dijo. Pese a todo, pese al alcalde-camarada y sus soflamas, pese a la miseria, la represión y las cartillas de racionamiento, ese día Bilbao fue una ciudad feliz. Para eso estaba el Athletic campeón, de regreso al cabo de diez años, una vida después.
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