(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 2 de mayo de 2009)
El quinto bombín
La tarde del domingo 19 de junio de 1932, Chamartín era un horno. Corría un ventarrón del sur y el sol caía a plomo sobre los graderíos. El terreno de juego estaba muy duro y seco. A nadie le hubiera sorprendido ver correr por él uno de esos arbustos que ruedan por los secarrales en las películas del Oeste. La hinchada del Athletic, alegre y bullanguera, resistía los sofocos con canciones y limonadas bien frescas. Los viajes a Madrid -20 pesetas en la baca de un autobús- ya eran algo popular en Bilbao y más de 4.000 incondicionales acudieron a presenciar la tercera final consecutiva que disputaba el equipo de mister Pentland. Entre todos ellos llamaron la atención -los hombres no iban precisamente de etiqueta- 18 descargadores de carbón del vapor 'Llodio' que la víspera del partido, tras cobrar su jornal, se lanzaron carretera adelante hacia Madrid, bien aferrados a un pellejo de vino, en uno de los viejos camiones con los que trabajaban en el puerto.
Después de dos dobletes seguidos, el Athletic era el enemigo a batir. Todos los equipos daban lo mejor de sí mismos cuando se enfrentaban a la máquina bilbaína, temida y envidiada por las hinchadas rivales. Durante el campeonato de Liga, los rojiblancos vivieron una invasión de campo en Mendizorroza y una agresión a Lafuente en Las Corts. La presión era muy fuerte y el Athletic lo acusó. Su juego de ataque no fue tan contundente como en las dos temporadas anteriores y un par de derrotas inesperadas le impidieron revalidar el título de Liga, que fue a parar al Real Madrid. Tras un mes de descanso, en mayo comenzó la Copa. El Athletic tenía una cuenta pendiente. No se imaginaba acabando la temporada sin un título. El equipo estaba fresco y, además, había conseguido, por fin, la incorporación de Cilaurren, cuyo fichaje fue un movidón que se prolongó durante meses, al estilo de lo que sucedió con Gorostiza.
Dos estilos
Lo cierto es que la bronca con el Arenas por hacerse con los servicios de Leonardo Cilaurren, internacional a los 19 años, mereció la pena. El rubio carnicero de Zorroza era un futbolista excepcional. Con el paso del tiempo, se le consideró el mejor medio derecho del Athletic -y del fútbol español- de todos los tiempos. Como a otros grandes jugadores vascos de la época enrolados en el equipo Euzkadi, la Guerra Civil le llevó al exilio. Terminó su carrera deportiva en el River Plate antes de regresar a España y abrir en Madrid un restaurante que, durante años, fue foco de reunión de los aficionados del Athletic cada vez que se desplazaban a la capital de España. El concurso de Cilaurren fue importante para que los rojiblancos avanzaran hasta la final de Copa con la determinación de un tanque. Real Unión y Alavés fueron los primeros en caer. En semifinales, el Español fue una marioneta. 8-1 en San Mamés y 0-4 en Sarriá.
La final iba a ser distinta, un duelo apretadísimo ante el Barcelona. Curiosamente, una lesión dejó a Cilaurren fuera de su primera lucha por el título. Uribe ocupó su puesto. Pedro Escartín lanzó la moneda al aire y Samitier acertó en el sorteo de campos. El Barça jugaría la primera parte con el viento a favor. Cuando el balón se puso a rodar quedó patente que la final sería, como estaba cantado, un duelo de estilos, con los catalanes jugando al toque y los vascos buscando por las bandas el camino más corto hasta la portería de Nogués. El pulso no pudo ser más equilibrado durante toda la primer mitad. Al Barça le sobraba posesión y le faltaba profundidad. El Athletic, por su parte, se defendía a contra viento, bien sostenido por Blasco, Urquizu y Castellanos, a la espera de que Chirri II y Lafuente hilaran algún contragolpe.
En el minuto 32, Roberto cortó con la mano un centro de Pedrol. La jugada no entrañaba mayor peligro, pero lo cierto es que el eibarrés tocó el balón de forma intencionada. El típico acto reflejo, vamos. Escartín se dirigió al punto de penalti encogiéndose de hombros. Los jugadores del Athletic no protestaron. La pena máxima la lanzó Zabalo, un defensa. Arocha estaba un poco tocado y ningún otro futbolista del Barcelona quiso asumir la responsabilidad. En Chamartín se hizo el silencio. Zabalo chutó fuerte, pero el balón se le fue por encima del larguero. Los jugadores rojiblancos respiraron aliviados y se lanzaron al ataque. El Barça, sin embargo, se defendió con solvencia. Nogués estaba tan acertado como Blasco, Alcoriza pegaba duro y Zabalo, pese a su error en el penalti, no perdía la concentración.
Teatro de Samitier
En la segunda parte se mantuvo el equilibrio. El calor comenzaba a hacer mella en los dos equipos. Samitier hacía mucho teatro en cada falta y no es aventurado suponer que los jugadores del Athletic le preguntaran si era el exceso de sol lo que le inducía a semejante dramatismo. Se llegó así al minuto 58. Blasco despejó de puños un centro de Arocha y el balón lo recogió Uribe, que se lo entregó rápido a Iraragorri. El Chato eligió la mejor opción: Lafuente. El capitán rojiblanco recibió el cuero y sacó brillo a su lámpara maravillosa. Con una finta se fue de Martí y encaró a Alcoriza, al que dejó atrás, convencido de sus limitaciones y de las miserias de la vida. Cerca del banderín de córner, sacó un centro medido al corazón del área, a la cabeza de Bata, que no tuvo ni que moverse para rematar a la red. Nada pudo hacer Nogués.
El Barcelona no tuvo fuerzas para reaccionar. Estaba muerto. Demasiado calor. Demasiada cuesta arriba. La hinchada rojiblanca estalló cuando Lafuente recogió la Copa en propiedad de manos de un encantado Indalecio Prieto, ministro de Obras Públicas del Gobierno republicano. Luego, en el vestuario, Chirri II cumplió el rito de aplastar el bombín de mister Pentland. Era el quinto en tres años.