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miércoles, 22 de diciembre de 2010
lunes, 20 de diciembre de 2010
jueves, 16 de diciembre de 2010
Fin de Historias de la Copa (hasta el momento)
Con la crónica de la consecución de la Copa del Rey de 1984 se pone fin a la serie de artículos que Jon Agiriano publicó en el diario El Correo los días previos a la final de Copa de 2009 entre el Athletic Club y el F.C. Barcelona.
Estos 24 artículos fueron recogidos en un libro titulado "Una cuestión de orgullo. Las 24 Copas del Athletic Club 1902-1984" perteneciente a la colección Temas Vizcaínos que publica la BBK.
Breve perfil del autor:
Jon Agiriano (Bilbao, 1964) es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad del País Vasco y trabaja como periodista en El Correo desde 1986. Formó parte de la sección de reportajes de este diario hasta 1997, año en el que pasó a la sección de Deportes como cronista del Athletic. En 1990 recibió el premio Ícaro de Periodismo convocado por Diario 16. Es autor de la novela La noche vencedora (finalista del premio Euskadi de Literatura 2005) y ha participado en diversos seminarios y conferencias sobre Reporterismo y Redacción. Por el conjunto de reportajes que se incluyen en el libro "Una cuestión de orgullo. Las 24 Copas del Athletic Club 1902-1984" recibió en 2009 el Premio Vocento al Trabajo Periodístico del año.
Estos 24 artículos fueron recogidos en un libro titulado "Una cuestión de orgullo. Las 24 Copas del Athletic Club 1902-1984" perteneciente a la colección Temas Vizcaínos que publica la BBK.
Breve perfil del autor:
Jon Agiriano (Bilbao, 1964) es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad del País Vasco y trabaja como periodista en El Correo desde 1986. Formó parte de la sección de reportajes de este diario hasta 1997, año en el que pasó a la sección de Deportes como cronista del Athletic. En 1990 recibió el premio Ícaro de Periodismo convocado por Diario 16. Es autor de la novela La noche vencedora (finalista del premio Euskadi de Literatura 2005) y ha participado en diversos seminarios y conferencias sobre Reporterismo y Redacción. Por el conjunto de reportajes que se incluyen en el libro "Una cuestión de orgullo. Las 24 Copas del Athletic Club 1902-1984" recibió en 2009 el Premio Vocento al Trabajo Periodístico del año.
Historias de la Copa (1984)
(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 13 de mayo de 2009)
El punto de ebullición
El Athletic había ganado la Liga una semana antes. La hinchada era feliz y el equipo de Javier Clemente vivía en una nube tras firmar su segundo título consecutivo. Pero quedaba una cuenta pendiente: la Copa. Habían pasado once años desde la última; once largos años en los que el Athletic, aparte de no poder celebrar ninguna conquista en su torneo predilecto, sufrió la derrota más dolorosa de toda su historia. Nos referimos, por supuesto, a la final perdida ante el Betis en la temporada 1976-77, semanas después de otro golpe histórico como fue caer en la final de la Copa de la UEFA ante la Juventus. Toda una generación que disfrutó deslumbrada del espectáculo que ofreció el equipo de Koldo Aguirre entendió que la vida es una valle de lágrimas con aquel suplicio chino que alcanzó su clímax en los penaltis fallados por Dani, Villar e Iribar.
Había que resarcirse de aquel golpe bajo y regresar a la cima en el torneo más querido. Y había que hacerlo ante el Barcelona. Los culés eran el peor rival posible y ello por dos razones. La primera era el tipo de equipo que integraba aquel Barça de Menotti. Hablamos de un Barça de cemento armado, nada que ver con otros grandes bloques de la historia azulgrana, ni de los anteriores a él -los de Kubala o Cruyff-, ni de los posteriores -el 'Dream Team' o este 'Wonderful Team' de Guardiola-. Menotti tenía un escuadrón de tipos duros. Ni siquiera su verbo florido podía ocultar el aroma legionario que destilaba su tropa. Imposible hacerlo teniendo una plantilla formada por gente como Sánchez, Migueli, Alexanco, Moratalla, Julio Alberto, Periko Alonso, Víctor, Rojo, Calderé, Clos, Marcos, Esteban, Carrasco, Schuster y Maradona.
No es extraño que al Athletic campeón de Clemente, un equipo blindado, de enorme presencia y despliegue físico, se le diera mal aquel Barcelona. Venía a ser como la horma de su zapato. Esa misma temporada, de hecho, los rojiblancos, pese a alzarse con el título de Liga, habían perdido sus dos partidos contra los culés: 4-0 en el Nou Camp en un partido famoso por la lesión de Goikoetxea a Maradona, y 1-2 en San Mamés, con el 'Pelusa' tomándose la venganza y marcando los dos goles de su equipo.
La segunda razón que convertía a los catalanes en el peor rival posible eran las tensas relaciones entre los dos clubes a raíz precisamente de la lesión de Maradona. Se abrió la veda y dos históricos que durante décadas habían mantenido unas relaciones ejemplares acabaron tirándose los trastos a la cabeza. El ambiente se fue pudriendo durante meses y se hizo irrespirable en los días anteriores a la final. Clemente y Maradona intercambiaron insultos mientras la designación de Franco Martínez era recibida con abucheos en ambas trincheras. Menotti, por su parte, volvió a poner su granito de arena para rebajar la temperatura. «El Barcelona está preparado incluso para replicar a una determinada violencia con la misma violencia», declaró en vísperas de la cita. Todo muy alentador, en fin.
El masajista disfrazado
La caldera se había alimentado tanto que el 5 de mayo la tensión era máxima. El Athletic estaba alojado en el Hotel Mindanao. Durante la merienda, el silencio en el comedor era de película de miedo. Se oían hasta las cucharillas tocando en las tazas cuando los jugadores revolvían sus cafés. Durante el trayecto en autobús hasta el Santiago Bernabéu, el nudo en el estómago de los futbolistas fue creciendo. Madrid estaba vestida de rojo y blanco. La afición del Athletic había protagonizado el desplazamiento masivo más numeroso de la historia del fútbol español -55.000 personas- y muchos jugadores bilbaínos comprendieron entonces que la Liga podía ser más importante, pero que la Copa era algo único.
Entraron en el Bernabéu como los gladiadores en el coliseo. Eran gente valiente, al mando de dos sargentos de hierro, supervivientes de las finales del 77, Dani y Goikoetxea. Dos clásicos. Pero tanta tensión no podía ser buena. El que mejor lo comprendió fue Natxo Biritxinaga, el hijo del mítico Perico. Viendo a sus muchachos tan tensos, pasó a la acción. Sólo faltaban unos minutos para saltar al campo cuando, en mitad del calentamiento que los jugadores realizaban en el vestuario, 'Biritxi' apareció disfrazado de Eva Nasarre, con un maillot de gimnasia, una cinta en el pelo y los labios pintados. Las carcajadas se oyeron en la Puerta de Alcalá y fueron una liberación para el equipo, que saltó al campo con tres sorpresas en la alineación: Núñez, Patxi Salinas y Endika.
Impotencia culé
El partido fue un choque de trenes. Saltaron chispas desde el principio. En el minuto 14, Endika recibió un pase magnífico de Argote y, con un temple extraordinario, batió por bajo a Urruti. Fue una jugada decisiva. Animado por la ventaja, el Athletic se afanó en una brutal labor de desgaste para maniatar al Barcelona y dejar que corriera el minutero. Y lo consiguió. Los de Menotti quedaron amordazados y atados a la silla. La afición del Athletic era un manojo de nervios, pero la realidad es que el Barça apenas dispuso de ocasiones frente a la portería de Zubizarreta: un disparo blando de Maradona, un cabezazo de Schuster...
Los culés se fueron desesperando y menguando a medida que pasaban los minutos y el Athletic rugía y crecía en busca de un doblete que no se celebraba desde 1956. La impotencia del Barça quedó personificada en el 'crack' argentino. Con el pitido final se llegó al punto de ebullición y la caldera estalló. Maradona agredió a Núñez, noqueó a Sola dejándole diez minutos inconsciente y provocó una tangana bestial, la más vergonzosa de la que se tiene noticia en el fútbol español.
Ahora bien, no fue suficiente para rebajar la alegría de una afición entusiasmada. Sus chavales habían vencido al poderoso Barcelona. De nuevo, como en el principio, como en aquel lejano 1902 y ante el mismo rival de entonces, la victoria había sido una cuestión de orgullo.
El punto de ebullición
El Athletic había ganado la Liga una semana antes. La hinchada era feliz y el equipo de Javier Clemente vivía en una nube tras firmar su segundo título consecutivo. Pero quedaba una cuenta pendiente: la Copa. Habían pasado once años desde la última; once largos años en los que el Athletic, aparte de no poder celebrar ninguna conquista en su torneo predilecto, sufrió la derrota más dolorosa de toda su historia. Nos referimos, por supuesto, a la final perdida ante el Betis en la temporada 1976-77, semanas después de otro golpe histórico como fue caer en la final de la Copa de la UEFA ante la Juventus. Toda una generación que disfrutó deslumbrada del espectáculo que ofreció el equipo de Koldo Aguirre entendió que la vida es una valle de lágrimas con aquel suplicio chino que alcanzó su clímax en los penaltis fallados por Dani, Villar e Iribar.
Había que resarcirse de aquel golpe bajo y regresar a la cima en el torneo más querido. Y había que hacerlo ante el Barcelona. Los culés eran el peor rival posible y ello por dos razones. La primera era el tipo de equipo que integraba aquel Barça de Menotti. Hablamos de un Barça de cemento armado, nada que ver con otros grandes bloques de la historia azulgrana, ni de los anteriores a él -los de Kubala o Cruyff-, ni de los posteriores -el 'Dream Team' o este 'Wonderful Team' de Guardiola-. Menotti tenía un escuadrón de tipos duros. Ni siquiera su verbo florido podía ocultar el aroma legionario que destilaba su tropa. Imposible hacerlo teniendo una plantilla formada por gente como Sánchez, Migueli, Alexanco, Moratalla, Julio Alberto, Periko Alonso, Víctor, Rojo, Calderé, Clos, Marcos, Esteban, Carrasco, Schuster y Maradona.
No es extraño que al Athletic campeón de Clemente, un equipo blindado, de enorme presencia y despliegue físico, se le diera mal aquel Barcelona. Venía a ser como la horma de su zapato. Esa misma temporada, de hecho, los rojiblancos, pese a alzarse con el título de Liga, habían perdido sus dos partidos contra los culés: 4-0 en el Nou Camp en un partido famoso por la lesión de Goikoetxea a Maradona, y 1-2 en San Mamés, con el 'Pelusa' tomándose la venganza y marcando los dos goles de su equipo.
La segunda razón que convertía a los catalanes en el peor rival posible eran las tensas relaciones entre los dos clubes a raíz precisamente de la lesión de Maradona. Se abrió la veda y dos históricos que durante décadas habían mantenido unas relaciones ejemplares acabaron tirándose los trastos a la cabeza. El ambiente se fue pudriendo durante meses y se hizo irrespirable en los días anteriores a la final. Clemente y Maradona intercambiaron insultos mientras la designación de Franco Martínez era recibida con abucheos en ambas trincheras. Menotti, por su parte, volvió a poner su granito de arena para rebajar la temperatura. «El Barcelona está preparado incluso para replicar a una determinada violencia con la misma violencia», declaró en vísperas de la cita. Todo muy alentador, en fin.
El masajista disfrazado
La caldera se había alimentado tanto que el 5 de mayo la tensión era máxima. El Athletic estaba alojado en el Hotel Mindanao. Durante la merienda, el silencio en el comedor era de película de miedo. Se oían hasta las cucharillas tocando en las tazas cuando los jugadores revolvían sus cafés. Durante el trayecto en autobús hasta el Santiago Bernabéu, el nudo en el estómago de los futbolistas fue creciendo. Madrid estaba vestida de rojo y blanco. La afición del Athletic había protagonizado el desplazamiento masivo más numeroso de la historia del fútbol español -55.000 personas- y muchos jugadores bilbaínos comprendieron entonces que la Liga podía ser más importante, pero que la Copa era algo único.
Entraron en el Bernabéu como los gladiadores en el coliseo. Eran gente valiente, al mando de dos sargentos de hierro, supervivientes de las finales del 77, Dani y Goikoetxea. Dos clásicos. Pero tanta tensión no podía ser buena. El que mejor lo comprendió fue Natxo Biritxinaga, el hijo del mítico Perico. Viendo a sus muchachos tan tensos, pasó a la acción. Sólo faltaban unos minutos para saltar al campo cuando, en mitad del calentamiento que los jugadores realizaban en el vestuario, 'Biritxi' apareció disfrazado de Eva Nasarre, con un maillot de gimnasia, una cinta en el pelo y los labios pintados. Las carcajadas se oyeron en la Puerta de Alcalá y fueron una liberación para el equipo, que saltó al campo con tres sorpresas en la alineación: Núñez, Patxi Salinas y Endika.
Impotencia culé
El partido fue un choque de trenes. Saltaron chispas desde el principio. En el minuto 14, Endika recibió un pase magnífico de Argote y, con un temple extraordinario, batió por bajo a Urruti. Fue una jugada decisiva. Animado por la ventaja, el Athletic se afanó en una brutal labor de desgaste para maniatar al Barcelona y dejar que corriera el minutero. Y lo consiguió. Los de Menotti quedaron amordazados y atados a la silla. La afición del Athletic era un manojo de nervios, pero la realidad es que el Barça apenas dispuso de ocasiones frente a la portería de Zubizarreta: un disparo blando de Maradona, un cabezazo de Schuster...
Los culés se fueron desesperando y menguando a medida que pasaban los minutos y el Athletic rugía y crecía en busca de un doblete que no se celebraba desde 1956. La impotencia del Barça quedó personificada en el 'crack' argentino. Con el pitido final se llegó al punto de ebullición y la caldera estalló. Maradona agredió a Núñez, noqueó a Sola dejándole diez minutos inconsciente y provocó una tangana bestial, la más vergonzosa de la que se tiene noticia en el fútbol español.
Ahora bien, no fue suficiente para rebajar la alegría de una afición entusiasmada. Sus chavales habían vencido al poderoso Barcelona. De nuevo, como en el principio, como en aquel lejano 1902 y ante el mismo rival de entonces, la victoria había sido una cuestión de orgullo.
martes, 14 de diciembre de 2010
jueves, 9 de diciembre de 2010
¿De verdad "leones de pega"?
El último partido de la Liga 1929-30 lo jugaban el Athletic de Madrid y el de Bilbao en el Metropolitano, y mientras los vascos eran ya campeones, los de la "sucursal" precisaban los dos puntos para evitar el descenso a Segunda división. Como quiera que los lazos entre los equipos seguían siendo fuertes, pese a no existir ya relación formal, los bilbaínos no se esforzaron al máximo para que los madrileños evitaran el descenso, y en el descanso perdían 2-0. El público, sin embargo, comenzó a increpar al Athletic llamándolos "leones de pega". Aquello les picó el orgullo a los bilbaínos y dirigidos por Garizurieta, se juramentaron para ganar. Al final del encuentro un 3-4 ponía a la sucursal" en Segunda y al retirarse a los vestuarios, Garizurieta se volvió al público: "Leones de pega...¿eh?" Nadie osó responderle.
(Fuente: Athletic, orgullo de una afición)
(Fuente: Athletic, orgullo de una afición)
miércoles, 8 de diciembre de 2010
Historias de la Copa (1973)
(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 12 de mayo de 2009)
Con cantera y afición
La resaca dulce de un título que había puesto fin a once años de sequía no duró mucho. En el verano de 1969, hubo mucho oleaje dentro del club, entre marejada y fuerte marejada. Rebajado en su autoridad por la figura del nuevo manager, Rafa Iriondo abandonó el Athletic. No puede decirse que Félix Oraá se sintiera muy apesadumbrado con la marcha del guerniqués. Su apuesta era Ronnie Allen, un histórico delantero del West Bromwich Albion con escasa experiencia como técnico. Lo del inglés fue llegar y besar el santo equivocado. El mismo día de su presentación le montó una bronca terrible a un fotógrafo que había entrado en el vestuario del equipo para regalar a los jugadores fotografias de la final ganada unas semanas antes. Se armó un lío tremendo y Allen quedó crucificado para los restos por los chicos de la prensa.
Por otro lado, el club perdió ese verano a uno de sus futbolistas emblemáticos, Koldo Aguirre, traspasado al Sabadell por decisión del nuevo entrenador. Pocos meses después, también perdería a un diamante que todavía se estaba puliendo, Javier Clemente, cazado por Marañón en Sabadell. El equipo, sin embargo, supo sobreponerse a las adversidades. Es cierto que caer en la primera ronda de la Recopa ante el Manchester City fue un bajonazo muy duro para un bloque que había completado actuaciones más que meritorias en la Copa de Ferias, pero lo cierto es que aquel Athletic tenía un paso extrañamente firme. Las maratonianas sesiones de entrenamiento de Ronnie Allen, que solían incluir carreras por la playa de Sopelana, habían tenido un efecto sorprendente: el equipo comenzó a demostrar una asombrosa regularidad. Tanto que tuvo el título de Liga al alcance de la mano. Se lo regaló al Atlético de mala manera tras caer en Mestalla en la penúltima jornada.
El golpe fue muy duro. El equipo decayó, como si le hubieran descorchado y hubiera comenzado a perder burbujas. Cayó en primera ronda de la Copa, eliminado con claridad por el Madrid, y no levantó cabeza en las dos temporadas siguientes. La primera de ellas encendió las alarmas: quintos en la Liga y apeados a la primera en la Copa de Ferias y en octavos de la Copa por el Barca. El proyecto de Allen hacía aguas y eso que estaba sustentado en dos de las grandes figuras de la historia del Athletic, los que todavía son, de hecho, los jugadores que más veces han vestido la camiseta rojiblanca: José Ángel Iribar y Txetxu Rojo.
Sobre 'el Chopo', uno de los mejores porteros de la historia, ya se ha dicho casi todo. Los halagos se agotaron hace años. Basta recordar lo que dijo de él un periodista catalán, tras presenciar una actuación sobrenatural del portero de Zarauz en el Camp Nou. El Athletic había ganado 0-1 y el hombre estaba alucinado. «Es un gigante. El monstruo de los seis brazos. Mejor que Zamora», sentenció. No es extraño que se le siga venerando como a un tótem. Rojo era otra cosa. Hablamos de un genio rebelde que ejercía un influjo fascinante. Provocaba amores indestructibles y algunos odios implacables. San Mamés vivió pendiente de él durante 17 temporadas. No es de extrañar. Había que verle. Rojo ponía la zurda en el camino del balón, detenía el cuero en el regazo de su bota y entonces el mundo se detenía, expectante. Algo iba a pasar. Y sólo por disfrutar de ese misterio uno podía entregarle el alma.
Ni siquiera estas dos grandes figuras, a las que se les podría añadir un tercer león tan poderoso como Fidel Uriarte, pudieron evitar el naufragio. En la campaña 1971-72, el equipo se hundió y hubo que operar. Ronnie Allen dejó su puesto a Salvador Artigas, que acabó salvando los muebles y conduciendo al equipo hasta las semifinales de Copa. La labor del técnico catalán, un tipo reservado como un cartujo que hacía su vida en las recién inauguradas instalaciones de Lezama, fue meritoria. El problema fue que su caracter le impedía ejercer de revulsivo. Eso era lo que necesitaba el Athletic y para eso se contrató a Miroslav Pavic, un doctor en Educación Física por la Universidad de Belgrado, buen teórico del fútbol, que había hecho una carrera aceptable en el Brujas y el Standar de Lieja. Con él llegó el título de Copa número 23.
Nadie lo hubiera dicho durante sus primeros meses de estancia en el equipo, de los que se recuerdan dos problemas. El primero es la famosa sanción disciplinaria de tres semanas a Txetxu Rojo, sobre el que el Real Madrid y el Barcelona estaban echando sus tentáculos. Fue una tontería. Pavic dijo que quería gladiadores en el campo y el de Begoña le contestó que ellos eran jugadores. La directiva lo interpretó como un desacato y Rojo fue apartado de la plantilla. El segundo problema fueron las fiebres tifoideas que apartaron a Iribar dos meses de los terrenos de juego, un período en el que Vizcaya rezó más que nunca. El Athletic, pese a todo, resurgió en la Copa, como tantas otras veces.
Tras aprovechar la ventaja de un sorteo propicio -Oviedo, Sevilla y Málaga fueron sus rivales-, el equipo se plantó en la final, donde le esperaba el Castellón. El Athletic, que había estrenado presidente en la figura de José Antonio Eguidazu, se conjuró para sumar un nuevo título semanas después de que la Federación aprobase la contratación de dos extranjeros por equipo, un gran palo para el club. Y lo consiguió. El Castellón de Lucien Muller había ascendido un año antes, pero tenía un buen conjunto. Allí estaban Planelles, el jefe de la tropa, Clares y un joven Vicente del Bosque.
En la final, sin embargo, los levantinos pagaron la novatada. El rival imponía. Muy serio, apoyado por una hinchada ardiente que reventó las gradas del Vicente Calderón, el equipo de Pavic dio una lección de solvencia. Y no importó que cinco futbolistas -Zubiaga, Guisasola, Rojo II, Lasa y Villar- debutasen aquel día en una gran final. Su superioridad fue indiscutible a lo largo y ancho de un partido que se decidió con goles de Arieta II en el minuto 27 y Zubiaga en el 53. La celebración del título tuvo esta vez un carácter reivindicativo, bien resumido en el lema de la pancarta con la que la expedición del Athletic se encontró al comienzo de la cuesta de Miraflores, antes de coger el camión que bajaría al equipo hasta el Ayuntamiento: «Con cantera y afición, no hace falta importación».
Con cantera y afición
La resaca dulce de un título que había puesto fin a once años de sequía no duró mucho. En el verano de 1969, hubo mucho oleaje dentro del club, entre marejada y fuerte marejada. Rebajado en su autoridad por la figura del nuevo manager, Rafa Iriondo abandonó el Athletic. No puede decirse que Félix Oraá se sintiera muy apesadumbrado con la marcha del guerniqués. Su apuesta era Ronnie Allen, un histórico delantero del West Bromwich Albion con escasa experiencia como técnico. Lo del inglés fue llegar y besar el santo equivocado. El mismo día de su presentación le montó una bronca terrible a un fotógrafo que había entrado en el vestuario del equipo para regalar a los jugadores fotografias de la final ganada unas semanas antes. Se armó un lío tremendo y Allen quedó crucificado para los restos por los chicos de la prensa.
Por otro lado, el club perdió ese verano a uno de sus futbolistas emblemáticos, Koldo Aguirre, traspasado al Sabadell por decisión del nuevo entrenador. Pocos meses después, también perdería a un diamante que todavía se estaba puliendo, Javier Clemente, cazado por Marañón en Sabadell. El equipo, sin embargo, supo sobreponerse a las adversidades. Es cierto que caer en la primera ronda de la Recopa ante el Manchester City fue un bajonazo muy duro para un bloque que había completado actuaciones más que meritorias en la Copa de Ferias, pero lo cierto es que aquel Athletic tenía un paso extrañamente firme. Las maratonianas sesiones de entrenamiento de Ronnie Allen, que solían incluir carreras por la playa de Sopelana, habían tenido un efecto sorprendente: el equipo comenzó a demostrar una asombrosa regularidad. Tanto que tuvo el título de Liga al alcance de la mano. Se lo regaló al Atlético de mala manera tras caer en Mestalla en la penúltima jornada.
El golpe fue muy duro. El equipo decayó, como si le hubieran descorchado y hubiera comenzado a perder burbujas. Cayó en primera ronda de la Copa, eliminado con claridad por el Madrid, y no levantó cabeza en las dos temporadas siguientes. La primera de ellas encendió las alarmas: quintos en la Liga y apeados a la primera en la Copa de Ferias y en octavos de la Copa por el Barca. El proyecto de Allen hacía aguas y eso que estaba sustentado en dos de las grandes figuras de la historia del Athletic, los que todavía son, de hecho, los jugadores que más veces han vestido la camiseta rojiblanca: José Ángel Iribar y Txetxu Rojo.
Sobre 'el Chopo', uno de los mejores porteros de la historia, ya se ha dicho casi todo. Los halagos se agotaron hace años. Basta recordar lo que dijo de él un periodista catalán, tras presenciar una actuación sobrenatural del portero de Zarauz en el Camp Nou. El Athletic había ganado 0-1 y el hombre estaba alucinado. «Es un gigante. El monstruo de los seis brazos. Mejor que Zamora», sentenció. No es extraño que se le siga venerando como a un tótem. Rojo era otra cosa. Hablamos de un genio rebelde que ejercía un influjo fascinante. Provocaba amores indestructibles y algunos odios implacables. San Mamés vivió pendiente de él durante 17 temporadas. No es de extrañar. Había que verle. Rojo ponía la zurda en el camino del balón, detenía el cuero en el regazo de su bota y entonces el mundo se detenía, expectante. Algo iba a pasar. Y sólo por disfrutar de ese misterio uno podía entregarle el alma.
Ni siquiera estas dos grandes figuras, a las que se les podría añadir un tercer león tan poderoso como Fidel Uriarte, pudieron evitar el naufragio. En la campaña 1971-72, el equipo se hundió y hubo que operar. Ronnie Allen dejó su puesto a Salvador Artigas, que acabó salvando los muebles y conduciendo al equipo hasta las semifinales de Copa. La labor del técnico catalán, un tipo reservado como un cartujo que hacía su vida en las recién inauguradas instalaciones de Lezama, fue meritoria. El problema fue que su caracter le impedía ejercer de revulsivo. Eso era lo que necesitaba el Athletic y para eso se contrató a Miroslav Pavic, un doctor en Educación Física por la Universidad de Belgrado, buen teórico del fútbol, que había hecho una carrera aceptable en el Brujas y el Standar de Lieja. Con él llegó el título de Copa número 23.
Nadie lo hubiera dicho durante sus primeros meses de estancia en el equipo, de los que se recuerdan dos problemas. El primero es la famosa sanción disciplinaria de tres semanas a Txetxu Rojo, sobre el que el Real Madrid y el Barcelona estaban echando sus tentáculos. Fue una tontería. Pavic dijo que quería gladiadores en el campo y el de Begoña le contestó que ellos eran jugadores. La directiva lo interpretó como un desacato y Rojo fue apartado de la plantilla. El segundo problema fueron las fiebres tifoideas que apartaron a Iribar dos meses de los terrenos de juego, un período en el que Vizcaya rezó más que nunca. El Athletic, pese a todo, resurgió en la Copa, como tantas otras veces.
Tras aprovechar la ventaja de un sorteo propicio -Oviedo, Sevilla y Málaga fueron sus rivales-, el equipo se plantó en la final, donde le esperaba el Castellón. El Athletic, que había estrenado presidente en la figura de José Antonio Eguidazu, se conjuró para sumar un nuevo título semanas después de que la Federación aprobase la contratación de dos extranjeros por equipo, un gran palo para el club. Y lo consiguió. El Castellón de Lucien Muller había ascendido un año antes, pero tenía un buen conjunto. Allí estaban Planelles, el jefe de la tropa, Clares y un joven Vicente del Bosque.
En la final, sin embargo, los levantinos pagaron la novatada. El rival imponía. Muy serio, apoyado por una hinchada ardiente que reventó las gradas del Vicente Calderón, el equipo de Pavic dio una lección de solvencia. Y no importó que cinco futbolistas -Zubiaga, Guisasola, Rojo II, Lasa y Villar- debutasen aquel día en una gran final. Su superioridad fue indiscutible a lo largo y ancho de un partido que se decidió con goles de Arieta II en el minuto 27 y Zubiaga en el 53. La celebración del título tuvo esta vez un carácter reivindicativo, bien resumido en el lema de la pancarta con la que la expedición del Athletic se encontró al comienzo de la cuesta de Miraflores, antes de coger el camión que bajaría al equipo hasta el Ayuntamiento: «Con cantera y afición, no hace falta importación».
martes, 7 de diciembre de 2010
jueves, 2 de diciembre de 2010
¡Aupa 'Aleti'!
Artículo publicado en el número 15 de la revista Athletic Club
(Febrero 2008)
Joaquín Achúcarro, pianista
Para cualquier bilbaino, el Athletic es tan consustancial como el sirimiri. En riqueza o pobreza, en triunfo o en adversidad, es parte de nosotros.
Mis estupendos recuerdos, empiezan en los partidos que presenciaba en compañía de mi tío Carmelo Goyenechea (diez veces internacional, olímpico en Amberes 1924, y capitán del Athletic en los años veinte), cuando a Iriondo, Panizo, Zarra, Venancio y Gainza, no se les ponía nadie delante.
Era una época escolar en la que no nos sabíamos la lista de los reyes Godos, pero conocíamos al dedillo las alineaciones del Athletic.
Uno se va por esos mundos de Dios, pero gracias a internet, se puede saber "que ha hecho el Athletic". En no sé cuántos sitios, las gentes más diversas, me han hablado del "único equipo del mundo con jugadores locales". Nuestro Athletic.
¡Aupa 'Aleti'!
(Febrero 2008)
Joaquín Achúcarro, pianista
Para cualquier bilbaino, el Athletic es tan consustancial como el sirimiri. En riqueza o pobreza, en triunfo o en adversidad, es parte de nosotros.
Mis estupendos recuerdos, empiezan en los partidos que presenciaba en compañía de mi tío Carmelo Goyenechea (diez veces internacional, olímpico en Amberes 1924, y capitán del Athletic en los años veinte), cuando a Iriondo, Panizo, Zarra, Venancio y Gainza, no se les ponía nadie delante.
Era una época escolar en la que no nos sabíamos la lista de los reyes Godos, pero conocíamos al dedillo las alineaciones del Athletic.
Uno se va por esos mundos de Dios, pero gracias a internet, se puede saber "que ha hecho el Athletic". En no sé cuántos sitios, las gentes más diversas, me han hablado del "único equipo del mundo con jugadores locales". Nuestro Athletic.
¡Aupa 'Aleti'!
Historias de la Copa (1969)
(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 11 de mayo de 2009)
El cierre del paréntesis
Vista con perspectiva, la victoria en la Copa de 1958 fue una frontera histórica. Para el Athletic supuso el fin de toda una época, la de sus primeros 60 años como club dominador del fútbol español junto al Real Madrid y el Barcelona. Es más, ninguno de esos dos colosos lucía en 1958 un palmarés como el de los rojiblancos. Todavía estaban lejos. Los tres podían alardear de los mismo títulos de Liga (6), pero la Copa marcaba una diferencia sustancial: 21 títulos del Athletic, por 13 del Barça y 9 del Madrid. Quede ahí el dato, aunque sólo sea para ilustrar a algún que otro cazurro de las ondas que todavía duda de la grandeza del Athletic.
Sostenerse en la cumbre que el equipo de Albéniz alcanzó en el Santiago Bernabéu ante los campeones de Europa era muy complicado. Casi imposible. Se comprobó en la temporada 1958-59. Terceros en la Liga, los rojiblancos cayeron en octavos de la Copa. Su verdugo fue el Real Madrid, que se tomó cumplida revancha de la afrenta del año anterior. No se anduvieron con melindres los merengues en la hora de la venganza. Todavía más reforzados con la llegada de Puskas, es decir, convertidos en un ejército invencible, tumbaron al Athletic durante tres campañas consecutivas. En una de ellas, la 1959-60, lo hicieron con un histórico 8-1 en el Bernabéu tras haber perdido por 3-0 en San Mamés. Aquella vez la expedición rojiblanca no recibió flores y aplausos a su paso por los pueblos de Vizcaya. De hecho, el autobús tuvo que parar en Orduña y esperar a que se hiciera de noche para pasar inadvertido. Dicen que había hinchas que esperaban con palos y piedras a los rojiblancos. Cosas del querer.
Lo cierto es que la década de los sesenta, acotada por tres malas noticias -el traspaso de Jesús Garay al Barcelona en el verano de 1960, la muerte en accidente de tráfico del presidente Julio Egusquiza el 8 de diciembre de 1968 y la gravísima lesión de Clemente el 23 de noviembre de 1969-, fue una larga travesía del desierto. Ni siquiera con la Guerra Civil de por medio estuvo tanto tiempo el Athletic sin ganar un título como en ese paréntesis gris que se vivió entre 1958 y 1969. Durante cinco temporadas, el banquillo rojiblanco fue una silla eléctrica por la que desfilaron Martím Francisco, Juan Antonio Ipiña, Ángel Zubieta, Juanito Ochoantezana, Antonio Barrios... Entre todos fueron completando un relevo generacional traumático e inevitable. Ley de vida. Las grandes figuras de los cincuenta se hicieron a un lado... A la marcha de Garay siguieron, en años sucesivos, las de Marcaida, Maguregui, Canito, Uribe, Carmelo, Artetxe, Mauri, Etura, Eneko Arieta...
El que más aguantó fue José Mari Orue. Él y Koldo Aguirre fueron los capitanes encargados de pastorear a las jóvenes promesas, buena parte de ellas procedentes del juvenil, que fueron entrando poco a poco en el equipo. De los once campeones de 1969, el central Luis Mari Echeverría fue el primero en llegar en la campaña 1961-62. El año siguiente ofrecería una cosecha fantástica: Argoitia se asentó en el equipo, al que llegaron Uriarte, Sáez, Aranguren y un hombre llamado a hacer historia. Era José Ángel Iribar. En poco tiempo sería uno de los mejores porteros del mundo. A estos mimbres se les unieron Arieta II en la campaña 1964-65, Larrauri y Txetxu Rojo en la 1965-66, ya con Piru Gainza de entrenador, y Clemente e Igartua dos años después, coincidiendo precisamente con la conquista de la Copa.
Juntos devolvieron la ilusión a una hinchada que se consumía de nostalgia. Y no sólo se trataba de que la afición añorase los títulos. Es que, además, había sufrido el puyazo de dos finales perdidas de forma consecutiva en 1966 y 1967. La primera fue ante el Zaragoza de los Cinco Magníficos (Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra), un 'rottweiler' que ya había apeado a los bilbaínos de la Copa en 1963 y 65. La segunda fue ante el Valencia de Valdo y Claramunt, dirigido por Mundo. Quedó claro entonces que Gainza no tenía como técnico la suerte en las finales que tuvo como jugador. De hecho, fue con Rafa Iriondo en el banquillo y Ronnie Allen a su lado, recién fichado para ejercer de manager, como llegó la Copa número 22.
La espera había sido tan larga que la afición, tras soportar una Liga de lo más mediocre -el equipo quedó undécimo con cuatro negativos- se volcó en la final con la fiebre de sus mejores días. Las agencias ponían planas de publicidad en los periódicos con sus ofertas. El viaje en avión más la entrada salía por 2.500 pesetas. En autobús, la tarifa ascendía a 550 pesetas y en tren oscilaba entre las 525 pesetas ida y vuelta en segunda y las 825 de la litera. Más de 23.000 vizcaínos volverían a disfrutar de su festejo más querido: la procesión a Madrid.
El rival fue el Elche de Roque Máspoli, el legendario portero de la selección de Uruguay campeona del mundo en 1950. Eran un buen equipo. Dos grandes defensas, Iborra y Ballester, tres paraguayos de primera línea (González, Lezcano y el delantero Cascos, verdugo de la Real Sociedad en semifinales) y una de las mejores promesas del fútbol español, al que ya seguía los pasos el Barcelona: Asensi. Pese a todo, el Athletic era favorito. es cierto que Argoitia, Antón Arieta y Txetxu Rojo no estaban finos y que el jugador más en forma era Clemente. «Cerebro electrónico del Athletic, dueño y señor de los grandes espacios», escribió de él José Mari Múgica. Pero los galones eran los galones.
En las vísperas del partido, el computador IBM 1620 que manejaba el padre Aguirre, profesor de Cálculo Teórico de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Deusto, otorgaba a los rojiblancos un 62% de posibilidades de victoria. En ello debieron pensar los hinchas del Athletic durante la primera mitad. El Elche dominaba y ellos se santiguaban, rezando para que el Chopo tuviera una actuación estelar como la que tuvo en 1966 en la final contra el Zaragoza, cuando pese a la derrota acabaron cantándole aquello de que Iribar es cojonudo, como Iribar no hay ninguno. El Athletic, sin embargo, se fue rehaciendo. Acabó la primera parte con mejor cara y en la segunda impuso su calidad. Clemente entró en acción y Antón Arieta emuló a su hermano Eneko, el héroe de la final del 58. Fue en minuto 82. Se fue dos rivales, se perfiló y de un chutazo marcó el gol de la victoria.
El cierre del paréntesis
Vista con perspectiva, la victoria en la Copa de 1958 fue una frontera histórica. Para el Athletic supuso el fin de toda una época, la de sus primeros 60 años como club dominador del fútbol español junto al Real Madrid y el Barcelona. Es más, ninguno de esos dos colosos lucía en 1958 un palmarés como el de los rojiblancos. Todavía estaban lejos. Los tres podían alardear de los mismo títulos de Liga (6), pero la Copa marcaba una diferencia sustancial: 21 títulos del Athletic, por 13 del Barça y 9 del Madrid. Quede ahí el dato, aunque sólo sea para ilustrar a algún que otro cazurro de las ondas que todavía duda de la grandeza del Athletic.
Sostenerse en la cumbre que el equipo de Albéniz alcanzó en el Santiago Bernabéu ante los campeones de Europa era muy complicado. Casi imposible. Se comprobó en la temporada 1958-59. Terceros en la Liga, los rojiblancos cayeron en octavos de la Copa. Su verdugo fue el Real Madrid, que se tomó cumplida revancha de la afrenta del año anterior. No se anduvieron con melindres los merengues en la hora de la venganza. Todavía más reforzados con la llegada de Puskas, es decir, convertidos en un ejército invencible, tumbaron al Athletic durante tres campañas consecutivas. En una de ellas, la 1959-60, lo hicieron con un histórico 8-1 en el Bernabéu tras haber perdido por 3-0 en San Mamés. Aquella vez la expedición rojiblanca no recibió flores y aplausos a su paso por los pueblos de Vizcaya. De hecho, el autobús tuvo que parar en Orduña y esperar a que se hiciera de noche para pasar inadvertido. Dicen que había hinchas que esperaban con palos y piedras a los rojiblancos. Cosas del querer.
Lo cierto es que la década de los sesenta, acotada por tres malas noticias -el traspaso de Jesús Garay al Barcelona en el verano de 1960, la muerte en accidente de tráfico del presidente Julio Egusquiza el 8 de diciembre de 1968 y la gravísima lesión de Clemente el 23 de noviembre de 1969-, fue una larga travesía del desierto. Ni siquiera con la Guerra Civil de por medio estuvo tanto tiempo el Athletic sin ganar un título como en ese paréntesis gris que se vivió entre 1958 y 1969. Durante cinco temporadas, el banquillo rojiblanco fue una silla eléctrica por la que desfilaron Martím Francisco, Juan Antonio Ipiña, Ángel Zubieta, Juanito Ochoantezana, Antonio Barrios... Entre todos fueron completando un relevo generacional traumático e inevitable. Ley de vida. Las grandes figuras de los cincuenta se hicieron a un lado... A la marcha de Garay siguieron, en años sucesivos, las de Marcaida, Maguregui, Canito, Uribe, Carmelo, Artetxe, Mauri, Etura, Eneko Arieta...
El que más aguantó fue José Mari Orue. Él y Koldo Aguirre fueron los capitanes encargados de pastorear a las jóvenes promesas, buena parte de ellas procedentes del juvenil, que fueron entrando poco a poco en el equipo. De los once campeones de 1969, el central Luis Mari Echeverría fue el primero en llegar en la campaña 1961-62. El año siguiente ofrecería una cosecha fantástica: Argoitia se asentó en el equipo, al que llegaron Uriarte, Sáez, Aranguren y un hombre llamado a hacer historia. Era José Ángel Iribar. En poco tiempo sería uno de los mejores porteros del mundo. A estos mimbres se les unieron Arieta II en la campaña 1964-65, Larrauri y Txetxu Rojo en la 1965-66, ya con Piru Gainza de entrenador, y Clemente e Igartua dos años después, coincidiendo precisamente con la conquista de la Copa.
Juntos devolvieron la ilusión a una hinchada que se consumía de nostalgia. Y no sólo se trataba de que la afición añorase los títulos. Es que, además, había sufrido el puyazo de dos finales perdidas de forma consecutiva en 1966 y 1967. La primera fue ante el Zaragoza de los Cinco Magníficos (Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra), un 'rottweiler' que ya había apeado a los bilbaínos de la Copa en 1963 y 65. La segunda fue ante el Valencia de Valdo y Claramunt, dirigido por Mundo. Quedó claro entonces que Gainza no tenía como técnico la suerte en las finales que tuvo como jugador. De hecho, fue con Rafa Iriondo en el banquillo y Ronnie Allen a su lado, recién fichado para ejercer de manager, como llegó la Copa número 22.
La espera había sido tan larga que la afición, tras soportar una Liga de lo más mediocre -el equipo quedó undécimo con cuatro negativos- se volcó en la final con la fiebre de sus mejores días. Las agencias ponían planas de publicidad en los periódicos con sus ofertas. El viaje en avión más la entrada salía por 2.500 pesetas. En autobús, la tarifa ascendía a 550 pesetas y en tren oscilaba entre las 525 pesetas ida y vuelta en segunda y las 825 de la litera. Más de 23.000 vizcaínos volverían a disfrutar de su festejo más querido: la procesión a Madrid.
El rival fue el Elche de Roque Máspoli, el legendario portero de la selección de Uruguay campeona del mundo en 1950. Eran un buen equipo. Dos grandes defensas, Iborra y Ballester, tres paraguayos de primera línea (González, Lezcano y el delantero Cascos, verdugo de la Real Sociedad en semifinales) y una de las mejores promesas del fútbol español, al que ya seguía los pasos el Barcelona: Asensi. Pese a todo, el Athletic era favorito. es cierto que Argoitia, Antón Arieta y Txetxu Rojo no estaban finos y que el jugador más en forma era Clemente. «Cerebro electrónico del Athletic, dueño y señor de los grandes espacios», escribió de él José Mari Múgica. Pero los galones eran los galones.
En las vísperas del partido, el computador IBM 1620 que manejaba el padre Aguirre, profesor de Cálculo Teórico de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Deusto, otorgaba a los rojiblancos un 62% de posibilidades de victoria. En ello debieron pensar los hinchas del Athletic durante la primera mitad. El Elche dominaba y ellos se santiguaban, rezando para que el Chopo tuviera una actuación estelar como la que tuvo en 1966 en la final contra el Zaragoza, cuando pese a la derrota acabaron cantándole aquello de que Iribar es cojonudo, como Iribar no hay ninguno. El Athletic, sin embargo, se fue rehaciendo. Acabó la primera parte con mejor cara y en la segunda impuso su calidad. Clemente entró en acción y Antón Arieta emuló a su hermano Eneko, el héroe de la final del 58. Fue en minuto 82. Se fue dos rivales, se perfiló y de un chutazo marcó el gol de la victoria.
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