Artículo publicado por Galder Reguera en el diario As el 05/02/2020
El viernes pasado me enteré del resultado del sorteo de Copa en el patio de la ikastola de mis hijos. Había ido a recoger al pequeño porque me llamaron del centro para avisarme de que tenía mucha fiebre. Al pasar junto a un grupo de chavales que se congregaba en torno a la pantalla de un móvil como un grupo de piratas alrededor de un cofre del tesoro recién abierto (están prohibidos los teléfonos en el patio), escuché: "Nos ha tocado el Barcelona en casa. ¡De puta madre!". No sé si se puede poner un taco así en una columna. Pero es lo que dijo. A mí me alegró contrastar que la primera reacción al sorteo a la que atendí fuera la de un hincha emocionado. Un hincha joven, además. Su fe es la mía, es la nuestra.
Alguien dijo que la Liga es el filete y la Copa son las patatas fritas. Se refería a que lo importante no es la guarnición, sino el plato principal. Está bien la expresión. Pero si consideramos que una buena definición de una familia es la de un grupo de gente que discute en una mesa por el reparto de las patatas fritas, me gusta aún más. La Copa es las patatas fritas del Athletic Club. En torno a ella los athleticzales, que también somos una familia, nos unimos cada temporada y cada temporada dialogamos como filósofos sobre el estatuto de esta: ¿es preferible levantar la Copa a tener una buena posición en la tabla de Liga?
Desde el viernes pasado, el tema de conversación es el partido ante el Barcelona. El sentimiento por el Athletic en Bizkaia es una especie de iceberg cuya punta emerge más o menos dependiendo del momento, digamos de la salinidad del ambiente. Estos días es una montaña enorme en mitad del mar. Un Everest, la comprobación empírica de que aquí es hincha del Athletic Club hasta aquel que nunca ha visto un balón. Del partido se habla en las tiendas, peluquerías, patios de escuelas, oficinas, ascensores y hasta en los sepelios. Todo el mundo quiere una entrada. Todos sueñan con ser uno de esos 54.000 representantes de todos los demás, porque en San Mamés cada asiento es un escaño, cada espectador el representante de una familia, de un pueblo.