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lunes, 15 de noviembre de 2010

Historias de la Copa (1955)

(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 8 de mayo de 2009)

Cosas de Daucik

Nadie lo hubiera dicho en el verano de 1950, con la Copa recién ganada y cuatro rojiblancos (Zarra, Gainza, Panizo y Nando) haciendo historia en el Mundial de Brasil, pero ese gran Athletic que creció y deslumbró tras la Guerra Civil ya no volvió a ganar un título. A ello contribuyeron varios factores. Uno de ellos, indiscutible, la irregularidad endémica de un equipo que era emoción en estado puro; capaz de ganar, por ejemplo, 3-0 al Zaragoza en San Mamés y luego caer 4-0 en la capital aragonesa y quedar eliminado de la Copa, un chasco que supuso el cese de Iraragorri al final de la temporada 1951-52. Otras causas de la sequía fueron el progresivo desgaste de sus grandes figuras, que ya empezaban a ser unos señores talluditos, y el creciente potencial económico y deportivo del Real Madrid y del Barcelona.

El portero sevillano Busto no alcanza el balón propulsado de volea por Ignacio Uribe
Lo cierto es que el Barça de Kubala, Ramallets, Basora, César y compañía fue una piedra en el zapato de los rojiblancos. Les birló la Liga de la temporada 1951-52, les eliminó de la Copa en las campañas 1950-51 y 1953-54, y les ganó la final de 1953. Tanto golpe blaugrana comenzó a resultar humillante y la directiva de Enrique Guzmán decidió tomar cartas en el asunto. Y lo hizo dando un golpe de efecto casi tan grande como la recién inaugurada tribuna del arco de San Mamés: prescindió de los servicios de Antonio Barrios y fichó al entrenador que había llevado al Barcelona a lo más alto, al mismísimo cuñado de Ladislao Kubala, Fernando Daucik, todo un personaje. La operación causó asombro. El técnico eslovaco, un hombre locuaz, inteligente y estrictamente vanidoso, rompía moldes. Dejar su sello con declaraciones polémicas y genialidades tácticas le gustaba tanto como exhibir sus elegantes sombreros de fieltro gris perla. En Bilbao, antes de su llegada, hubo quien aseguró que iba a arruinar el fútbol vasco.

El eslovaco, sin embargo, no daba puntada sin hilo. Aunque era muy excéntrico y algunas veces sus experimentos le explotaban en las manos, como cuando quiso probar una táctica revolucionaria para el fuera de juego y su Barcelona encajó seis goles ante el Español, el hombre sabía lo que se hacía. Y Daucik llevaba tiempo admirando los progresos de un club que estaba realizando en silencio, sin traumas, una renovación modélica. Los grandes mitos rojiblancos fueron dejando sus puestos por ley natural y el Athletic se rejuveneció con la incorporación de promesas extraordinarias como Carmelo, Orue, Artetxe y Garay, después Arieta, Marcaida y Maguregui, más tarde Mauri, Uribe y Etura... El caso es que, en el verano de 1954, cuando Fernando Daucik llegó a Bilbao, el Athletic estaba en la rampa de lanzamiento. Entre los monstruos sagrados, sólo Gainza resistió el paso del tiempo. Los demás acabaron cediendo ante el empuje y la calidad de una generación estupenda. Aunque el nombre se lo pusieron tiempo después, habían nacido 'los once aldeanos'.

Veni, vidi, vici

Daucik llegó y besó el santo. En su primera temporada, dejó al Athletic tercero en la Liga, por detrás del Madrid de Di Stéfano y del Barcelona, que sería el rival del Athletic en las semifinales de Copa. El técnico de Sahy regresaba a la que había sido su casa, pero no se mordió la lengua. Hay cosas imposibles. Dejó claro que el Athletic iba a eliminar al Barça y que su querido cuñado no celebraría ningún título esa temporada. Y acertó. El Athletic logró una meritoria victoria en Las Corts (0-2, con goles de Artetxe y Gainza) en un partido marcado por un hecho insólito: Kubala falló un penalti. Hubiera sido el 1-1. En el encuentro de vuelta, los rojiblancos empataron a dos. El segundo tanto bilbaíno lo firmó Canito, que se había lesionado en los primeros minutos y tuvo que jugar con la pata de palo.

La lesión de Nicanor Sagarduy no era grave. La final se jugaba seis días después y todos en Bilbao confiaban en que el puntal defensivo de la banda izquierda rojiblanca se recuperase a tiempo. El Sevilla era un enemigo de cuidado. Disponía de defensas implacables como Guillamón y el tremendo Campanal. Arriba, aunque la baja de Araujo les escocía, los andaluces contaban con gente hábil y de gatillo fácil como Arza, Liz, Quirro, Domenech y Loren. Era necesario atarles en corto y Daucik comenzó a idear su plan B para el caso de que Canito no pudiera saltar al césped del Bernabéu, como finalmente sucedió. Entre las distintas variantes, optó por una genialidad: situar a Artetxe en el puesto del baracaldés y colocar a Azkarate de extremo derecha. La explicación del entrenador tenía su lógica: un jugador bueno e inteligente, dijo refiriéndose a Artetxe, puede jugar en cualquier sitio.

Duelo de pizarras

La final fue una endiablada partida de ajedrez seguida con los cinco sentidos por 100.000 espectadores que se lo habían pasado de miedo en las horas previas, disfrutando de la confraternización vasco-andaluza, un bello duelo de txapelas y sombreros cordobeses, de finos y riojas. En el campo, el duelo fue táctico, un choque de pizarras, comprimido y sin aire. La tela de araña de Daucik se impuso a la estrategia de Helenio Herrera. Maguregui secó a Arza, Orue dejó inédito a Loren, Garay no dio opciones a Quirro y Artetxe cumplió con notable su cometido. Liz sólo se le fue un par de veces. Pero había que marcar un gol y el vizcaíno Busto no daba facilidades precisamente. Tampoco tenía su día Gainza, que ausente Canito y suplentes Manolín y Areta, era el único rojiblanco sobre el césped que había jugado una final. Guillamón le tuvo frito los noventa minutos. Tuvo que ser un joven Ignacio Uribe el que decidiera la final allá por el minuto 70. Curiosamente, lo hizo con una formidable volea, una suerte que hizo popular su padre, Luis. El recibimiento fue espectacular. Daucik quedó impresionado y volvió a irse de la lengua: prometió el doblete la siguiente temporada.