(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 7 de mayo de 2009)
Cuatro veces Zarra
No se sabe bien qué, pero algo ocurrió. Puede que fuera la inevitable falta de regularidad de un equipo genial, invencible en su mejor versión pero disperso y quebradizo cuando los astros no acababan de estar perfectamente alineados. O quizá todo se debiera, sin más, a que la euforia de tres años gloriosos necesitaba de un cierto tiempo de reposada digestión. El caso es que el Athletic tardó cinco años en volver a ganar un título. El segundo lustro de la década de los cuarenta comenzó con un jarro de agua fría para la afición bilbaína. En pleno éxtasis, con todo Vizcaya sacando pecho, orgullosa de sus campeones, fue muy duro de aceptar que un club modesto como el Alcoyano, famoso por su moral a prueba de obuses y por las exquisitas peladillas que traían sus jugadores, cortara las alas del Athletic en la Liga ganándole por 3-2 en la anteúltima jornada y luego, apenas un mes después, le eliminara de la Copa. No hace falta decir que a los rojiblancos les dieron cera como nunca.
En la siguiente temporada, la 1946-47, la decepción continuó. El Athletic firmó una gran campaña y algunas de sus estrellas completaron auténticas hazañas -Zarra marcó 35 goles y Gainza hizo 8 al Celta en un histórico 12-1-, pero el equipo falló en los momentos clave: perdió la Liga en la última jornada tras empatar a tres en Riazor y en la Copa cayó ante el Madrid en semifinales. Fueron dos golpes fuertes que quebraron la confianza de los leones. Así se explica que, tras el verano, el Athletic completara el peor comienzo de campeonato de su historia y, cumplida la séptima jornada, se viera en el furgón de cola, algo inaudito y, desde luego, inaceptable en un club que se disponía a celebrar sus bodas de oro. La directiva acabó sacrificando al hombre que había marcado una época: Juanito Urquizu.
Su sustituto, mister Bagge, rearmó el bloque con planteamientos ultraofensivos y le dejó sexto. En la Copa, sin embargo, el inglés no pudo evitar un nuevo chasco. El Sevilla eliminó al Athletic en primera ronda. Tampoco fue una sorpresa, la verdad. El equipo estaba descompensado y continuó estándolo en la campaña 1948-49. El regreso de Venancio tras su fogueo en el Barakaldo había acabado de apuntalar una delantera mítica, pero el Athletic flojeaba en defensa, sobre todo fuera de casa. Sextos de nuevo en la Liga, los rojiblancos se esmeraron en su torneo predilecto y llegaron a la final. Su rival fue un viejo conocido que todavía tenía las llagas abiertas de dos finales perdidas ante los leones años atrás, el Valencia. A la tercera, el equipo ché se tomó la revancha. A ello contribuyeron un baracaldés sabio, Jacinto Quincoces, y dos donostiarras, Eizaguirre, que firmó una actuación soberbia, y Epi, autor del único gol del partido.
La gran eliminatoria
En aquellos duelos entre vizcaínos y valencianos se escribieron algunas de las mejores páginas del fútbol español de posguerra. Entre ellas, la que quizá sea todavía la mejor eliminatoria de la historia de la Copa. Nos referimos a las semifinales de la temporada 1949-50. El Athletic, con el Chato Iraragorri de entrenador, había quedado sexto en la Liga por tercera vez consecutiva, pero en la Copa se esmeró a conciencia. El equipo tenía ya mejores costuras. La defensa había ganado en velocidad y frescura con la entrada de jóvenes como Manolín, Canito y Areta. Y se notaba. Tras superar a Español y Oviedo, al equipo rojiblanco le tocó medirse al campeón. La eliminatoria pareció quedar resuelta en San Mamés con un 5-1 memorable a favor de los bilbaínos. Las agencias de viajes comenzaron a vender paquetes para la final de Madrid. Nadie podía esperar una sorpresa y ésta, sin embargo, estuvo a punto de producirse. Faltó un milímetro. A lomos de un imperial Puchades, el Valencia logró un increíble 6-2 al término de los 90 minutos. Fue una batalla brutal de la que se habló durante años. No acabó hasta la tercera prórroga con un gol de oro de Gainza.
Otra prórroga
Cuatro días después de ese esfuerzo extenuante, el Athletic se presentó en Chamartín para jugar la final ante el Valladolid de Antonio Barrios. El técnico vizcaíno había armado un bloque muy serio con los hermanos Lesmes, Ortega, Babot, Lasala, Coque, Revuelta y un rojiblanco recién llegado: Emilio Aldecoa. El Athletic conocía bien el potencial de los vallisoletanos. No en vano, en la Liga les había endosado un sonrojante 6-2. Aún así, la tropa del Chato era la clara favorita. Ni siquiera el evidente desgaste de sus jugadores le privaba de esa condición. Los castellanos, sin embargo, no se arredraron ante el rey de Copas y salieron a por todas. Allí, bajo el sol de plomo de Chamartín, tenían la gloria al alcance de la mano. El primer cuarto de hora fue un toma y daca que concluyó con un gol de Zarra a pase de Iriondo. A partir de ese momento, el Athletic dominó y estuvo muy cerca del 2-0. No lo consiguió y tuvo tiempo de lamentarlo.
En la segunda mitad, el Valladolid se vino arriba y acabó empatando cuando nadie lo esperaba, a cinco minutos del final, en un tiro lejano de Coque. Hubo que jugar una prórroga y era difícil apostar en ella por los rojiblancos, extenuados. Pero algo ocurrió. No se sabe bien qué. El caso es que el Athletic salió a todo trapo y firmó una prórroga estelar en la que Telmo Zarra se terminó de coronar con tres goles, el último con una lesión en la clavícula. Fue algo muy grande. Monchín se lo intentó explicar a sus lectores, aunque tampoco él tenía muy claras las razones profundas de la gesta. «En los cinco minutos de descanso, los jugadores del Atlético han debido añorar su tierra, sus hogares, sus amigos de Bilbao. Han debido pensar en muchas cosas que les son queridas. Y, tumbados en la hierba, han hallado otra vez su alma», escribió.