(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 4 de mayo de 2009)
Diez años, una vida
De 1933 a 1943. Nunca había estado tanto tiempo el Athletic sin levantar su trofeo preferido. Fueron diez años, pero parecieron toda una vida. El equipo supo aprovechar la estupenda inercia que había dejado mister Pentland y, aunque no volvió a ganar la Copa, conquistó dos nuevos títulos de Liga en las temporadas 1933-34, con Patricio Caicedo de entrenador, y 1935-36, con el inglés William Garbutt al frente de un equipo que ya empezaba a regenerarse con la incorporación de jóvenes como Zubieta, Oceja, Gárate, Gerardo o Elices. Y entonces estalló la Guerra y fue como si un inmenso telón de tinieblas cayera, de repente, sobre el escenario en el que se representaba una obra inolvidable: la de los alirones del Athletic, la de una inmensa felicidad colectiva.
El paisaje después de la batalla era devastador. El Athletic, como tantos proyectos de vida, había quedado desmantelado. La mayoría de sus mejores jugadores, integrantes del mítico equipo 'Euzkadi', estaban en el exilio, en México o Argentina. Era el caso de Cilaurren, Iraragorri, Muguerza, Zubieta o Blasco. Otros habían abandonado el fútbol o se habían apartado de la primera línea (Bata fichó por el Barakaldo) y dos de ellos, Ispizua y Castaños, cumplían condenas de cárcel. Y no sólo eso. Durante la Guerra, el club perdió a una de sus mejores promesas: el sestaotarra José Luis Justel, muerto en 1938 en el frente de Gandesa. El caso es que, cuando comenzó la temporada 1939-40, sólo seis componentes de la plantilla sabían lo que era defender la camiseta del Athletic en partido de Liga: Oceja, Gárate, Unamuno, Elices, Urra, aunque en su caso la experiencia se limitaba al debut, y Gorostiza, que fue uno de los dos jugadores del 'Euzkadi' que no quiso viajar a América y abandonó por la puerta de atrás la concentración en las afueras de París de aquella selección legendaria. A su regreso, se afiliaría a La Falange.
El otro fue Roberto Echevarría, que estaba recién casado y decidió volverse a Eibar. Aquejado de una grave lesión de espalda que le tuvo meses en cama, el medio izquierda rojiblanco colgó las botas. Una vez recuperado, aceptó coger las riendas del Athletic como técnico, una labor que, durante los años de la guerra, pastoreando promesas en amistosos y partidos del campeonato regional, había desarrollado Perico Birichinaga, toda una institución. Nacido en Sestao, ingresó en el club como botones, aprendió de mister Barnes los secretos del masaje y acabó de entrenador improvisado en unos tiempos de miedo. También él estuvo con el 'Euzkadi' y no viajó a América, pero en su caso fueron los propios jugadores los que animaron a volver para que pudiera cuidar a su familia.
Paciencia
Roberto Echevarría pidió paciencia a la afición cuando se hizo cargo de la plantilla. Era lógico. El equipo era nuevo. Le faltaba armazón y le sobraba juventud. Aparte de los seis veteranos antes citados y de Arqueta, que había jugado una campaña en el Betis, el resto -Bertol, Panizo, Viar, Macala, Echevarría, etc.- eran unos pipiolos. La hinchada no podía exigir mucho a corto plazo. Era necesaria una transición. Así hay que tomarse las temporadas 1939-40, que terminó con el traspaso de Gorostiza al Valencia, y la 1940-41, que tuvo su miga. En el terreno institucional hubo que tragarse una humillación estúpida y castellanizar el nombre del club. En el deportivo, las noticias fueron mejores. Juanito Urquizu aceptó el cargo de entrenador. Juanjo Mieza, veterano defensa de la campaña 1935-36, regresó al Athletic. Y dos chavales comenzaron a dar mucho de qué hablar: Zarra y Gainza.
Lo cierto es que Urquizu tenía a su disposición un buen material. A la plantilla le faltaban un par de hervores, pero en la Copa, ante el gran Valencia de la 'delantera eléctrica', campeón de Liga, demostró que podía competir a un gran nivel. Esa percepción se acabó de confirmar en la siguiente campaña. Aquel equipo que en la Liga alternaba despistes extraños con goleadas siderales propias de la época de Pentland, aquel equipo rápido y valiente al que, en la final de Copa, el Barcelona sólo pudo tumbar por 4-3 en una prórroga agónica, aquel equipo con cuatro diamantes llamados Iriondo, Zarra, Gainza y Panizo, aquel gran equipo, en fin, tenía el perfume inconfundible de los campeones.
Un doblete histórico
Lo demostró al año siguiente con un doblete memorable. Más de 150.000 personas acudieron a homenajear a los leones que ganaron la Liga. La fiesta se repitió dos meses y medio después, a finales de junio. El Athletic se enfrentó al Real Madrid en la final, que se jugó en el estadio Metropolitano, con Franco y el general Moscardó en el palco y 5.000 boinas rojas del Frente de Juventudes en las gradas. ¡Como para no levantar el brazo haciendo el saludo fascista al cantar el himno! Fue un partido duro y sin aire. Pudo ganar cualquiera. Los dos equipos se metieron en la zanja y no se dieron tregua. Zis, zas. En el Athletic destacaron Urra y su nuevo portero, Raimundo Pérez Lezama, un 'niño de la Guerra' formado en el Southampton al que recayó la responsabilidad de sustituir, tras su terrible lesión en un pulmón, al guardameta al que todos los aficionados veían como el sustituto natural de Gregorio Blasco: el getxotarra José María Echevarría.
Culminando una gran jugada de Elices, Zarra hizo el único gol del partido en el minuto 14 de la prórroga. Minutos antes, Lezama había hecho el paradón del partido al despejar un disparo de Alsúa. Durante la recepción a los campeones en el Ayuntamiento, el alcalde-camarada Zuazagoitia ofreció uno de sus típicos discursos de mentón alzado y hebilla muy prieta. «Queríamos ser los primeros en todo al servicio de España y del Caudillo», dijo. Pese a todo, pese al alcalde-camarada y sus soflamas, pese a la miseria, la represión y las cartillas de racionamiento, ese día Bilbao fue una ciudad feliz. Para eso estaba el Athletic campeón, de regreso al cabo de diez años, una vida después.