(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 5 de mayo de 2009)
El cuarteto mágico
La vida se ve de otra manera cuando el Athletic es campeón. Cambian las perspectivas y se trastocan todas las prioridades. Podría decirse que se entra en otra dimensión. Así se explica que, con tal de pagarse el viaje y la entrada a la final, alguien pueda vender su único colchón y dormir luego en el suelo durante semanas. Y así se explica que, en 1944, es decir, en lo más duro de la postguerra, encontrar una entradita para la final que el 25 de junio el Athletic disputó contra el Valencia se convirtiera en un problema de mil demonios, similar al que se ha sufrido ahora, 65 años después. Pero es que la afición del Athletic no tiene remedio, y menos cuando se trata de volcarse en el torneo que ha marcado la historia del club, esa Copa cuya final, como se empezó a decir ya en los años de Pichichi, jugaban el Athletic y otro más.
Aquella tarde de 1944, además, la hinchada rojiblanca tenía especialmente afilado su sentido del deber. El equipo le necesitaba. Hay que ponerse en situación. Tras completar un magnífico doblete la temporada anterior, la escuadra de Juanito Urquizu había decepcionado en la Liga, que fue un chasco de principio a fin. Ya en el primer partido, disputado en Las Corts, el Athletic perdió para largo tiempo a Zarra y a Lezama; al primero por fractura de clavícula y al segundo, de peroné. Fue el comienzo de una plaga de lesiones que impidió al equipo asentarse. En la Copa, sin embargo, llegó la reacción. El Athletic eliminó al Barakaldo, el Arenas y el Granada antes de superar al Atlético Aviación en un cruce a cara de perro, ajustadísimo, tanto que se decidió en un partido de desempate jugado en Barcelona.
En la final esperaba todavía un hueso más duro: el Valencia de los vascos, un equipazo. Allí estaban los donostiarras Eizaguirre, Igoa, Epi e Iturraspe, el baracaldés Mundo, ex-rojiblanco Higinio Ortuzar y, junto a ellos, dos vizcaínos ilustres, dos mitos del Athletic y del Real Madrid de antes de la guerra: Gorostiza y Lecue. 'Bala Roja', eso sí, no pudo alinearse aquella tarde debido a una lesión. Su puesto lo ocupó Asensi. El partido comenzó a las seis y media de la tarde. Lucía el sol en Montjuic. En las gradas, 62.000 espectadores contenían el aliento, aprisionados. El Athletic jugaba con su alineación de gala, en la que figuraban, por primera vez como titulares en una gran final, cuatro futbolistas que, juntos y revueltos durante la década de los cuarenta, lograron lo que parecía imposible: devolver al ataque rojiblanco el nivel estratosférico que tuvo durante los años de mister Pentland. Eran Iriondo, Zarra, Panizo y Gainza. Cuatro estrellas. Se ha escrito mucho de ellos, pero es que hacerlo es una obligación. Repitámonos, por tanto.
Cuatro estrellas
Panizo era un superclase con una visión del fútbol espectacular y un toque único. Que al de Simondrogas le costara convencer a San Mamés y nunca dejara de tener sus detractores no deja de ser la mejor demostración de su talento, que muchos no comenzaron a apreciar en su justa medida hasta que vieron jugar en Bilbao al San Lorenzo de Almagro, capitaneado por Ángel Zubieta. Rafa Iriondo, por su parte, fue un caso prodigioso. Quizá no haya en la historia un futbolista que haya debutado en Primera habiendo disputado menos partidos. Iriondo sólo había jugado una vez con el Gernika, el equipo de su pueblo, cuando, al terminar la guerra, tras pasarlas canutas en el frente de Teruel, se presentó en Garellano a las pruebas que estaba haciendo el Athletic para recomponer su plantilla. Iriondo impresionó a Roberto Echevarría, que le hizo un hueco en el Bilbao, donde jugó cinco partidos antes de irse a África a hacer la mili y disputar allí otros cinco encuentros con el Atlético de Tetuán. Cuando consiguió el traslado a Bilbao con una prórroga de estudios y se presentó en San Mamés, Urquizu no lo dudó y le ascendió al primer equipo. Once partidos le habían servido para llegar al Athletic.
Escudero, el gentleman
Si Rafa Iriondo fue un gran extremo derecha rematador pero nunca pudo ser el delantero centro que siempre quiso ser, ello se debió a una causa de fuerza mayor: Telmo Zarraonaindía, uno de los grandes goleadores de la historia del fútbol. Seis veces máximo realizador de la Liga, deportista ejemplar por su caballerosidad, internacional indiscutible, autor del gol más famoso de la historia del fútbol español (Maracaná, 1950), la carrera y la figura del hijo del jefe de estación de Asua trascienden con mucho el ámbito del Athletic. Como también lo trasciende la de su lugarteniente durante tanto años, 'Piru' Gainza. Aprendiz de tornero en La Baskonia, este zurdo de Basauri obró en unos meses el milagro de que nadie en San Mamés echara de menos a 'Bala Roja'. No es de extrañar: 'Piru', al que una exhibición con la selección española en Dalymount Park le valió el apodo de 'el Gamo de Dublín' lo tenía todo: velocidad, cambio de ritmo, mala leche, astucia, capacidad de improvisación y una zurda que era un revólver envuelto en un pañuelo de seda.
A estos cuatro grandes se les unió aquella tarde en Montjuic un elemento peculiar: Rafael Escudero, el sobrino de Germán Echevarría, 'Maneras'. Escudero era todo un gentleman y un futbolista magnífico que hubiera encajado como un guante en aquella delantera. Sin embargo, su concepción amateur del fútbol le hizo jugar sólo una temporada en el Athletic y completar toda su carrera deportiva en el Indautxu. Escudero, que murió en 1953 en un accidente de aviación, fue decisivo en aquella final contra el Valencia, que no tuvo el equilibrio que se esperaba. Los pupilos de Cubells sólo aguantaron veinte minutos el ritmo del Athletic, al que Zarra adelantó en el minuto 20. Escudero, a pase de Gainza, hizo el 2-0 definitivo poco antes del descanso.