Artículo publicado por Jon Mujika en el diario Deia el 27/05/13
Bajó los ojos y luego quiso mirarme, pero no pudo. Durante algunos minutos probó a dominar su emoción, pero de pronto me volvió la espalda, puso los codos en la barandilla de la primera fila y se deshizo en lágrimas. Yo también lloré. No sé cómo se llama, pero llevaba cuarenta años viéndole, saludándole cada quince días con esa complicidad anónima de quienes profesan la misma fe, la creencia de que el Athletic no es un milagro sino un ejemplo, de que San Mamés, nuestra vieja Catedral, era la casa de todos, allí donde fuimos felices tantas y tantas veces...
Ayer cerró los ojos y los miles velamos, en nuestro nombre y en el de miles de nuestros antepasados, su hermoso cadáver. Vinieron entonces a la memoria de miles de aficionados todos ellos, los héroes de toda una vida; las alineaciones que coleccionamos o que recitábamos de memoria con más fluidez que el Padrenuestro; aquellos partidos en los que nos sentimos uno más, uno entre miles de los habitantes del gran pueblo rojiblanco, ganásemos o perdiésemos, porque en este campo también se han sembrado algunas de las derrotas más bellas de la historia del fútbol.
No fue la de ayer una de ellas, claro está. Porque tampoco se ha visto este año al Athletic de los cuchillos largos, ese equipo irreductible, inasequible al desaliento. Quizás hubiese sido pedirle demasiado tras un año de aguas turbulentas, una temporada rodeada de demasiados alambres de espino. Suficiente ha sido con salvar la vida con cierto desahogo, con llegar sanos y salvos a la orilla. Y aún así, ese espíritu indómito, ese aliento real aunque invisible, nos llevó a pensar que Europa aún era posible. Lo más triste de la noche -lo único triste, en verdad- es que una victoria frente al Levante nos hubiese dejado aún con opciones de última hora. El sueño estuvo en nuestras manos después de tantas tardes de pesadilla.
Tanto dio que en el estertor del partido Juanlu grabase su nombre, con caligrafía de oro, en las piedras de la historia: suyo será para siempre el último gol oficial en San Mamés. No se movió un alma cuando el árbitro pitó el final del partido. De pronto empezó a salir por la boca del túnel de vestuarios el Athletic del mañana, aquel que tiene la misión de mantener vivo el fuego, en pie la antorcha de este club único. Ellos y nosotros, todos nosotros. Si hay algo que no ha de perderse en la mudanza -es irremediable que algo se quede en el camino...- es el espíritu. Entonces se hizo un raro silencio, previo al himno que se coreó por última vez como un réquiem fúnebre y emotivo, y una voz metálica pidió un segundo de aplausos por cada año de vida del muerto.
¡Qué fue aquello! El capitán del Athletic, Carlos Gurpegi; el más joven de entre los jóvenes canteranos, el capitán del Levante, Vicente Iborra y un hombre extraño, el árbitro Teixeira Vitienes, llevaron el balón malherido del partido y un ramo de flores al centro del terreno de juego; Marcelo Bielsa aplaudía emocionado desde el banquillo (a lo largo del partido escuchó más de una vez -y con más intensidad que nunca...- aquello de ¡Bielsa, quédate!), y todo el campo (en realidad todo no: ese hombre extraño, el árbitro Teixeira Vitienes, no aplaudió ni una sola vez, en un magnífico ejemplo de estupidez neutral...) aplaudió, coreando el himno que, allá en los cielos, también le hizo soltar un lagrimón a su autor, Carmelo Bernaola.
No fue el único. Las lágrimas regaron el césped, dicho sea a la metáfora, porque no hubo invasión del campo. Fue un respeto reverencial, casi sagrado, a la vieja Catedral que hoy, con los huesos maltrechos, entrega la cuchara. Queda, ya lo sé, un partido para el adiós, pero el fútbol grande, aquel donde se juega el pan de cada día, ese no volverá. Lloraron miles, digo. Lágrimas como puños porque el romanticismo -y este año se ha visto con claridad por más que los sintamos muchos...- sobrevive más y mejor en las gradas que sobre el césped. Entre ellos, Ramón Alonso (si es que ese es su nombre, porque lo chistó alguien al vuelo...) recordaba que durante más de medio siglo no ha fallado jamás a esa cita continua. "Puede decirse que San Mamés ha sido mi amante, dado que mi pasión por el fútbol me costó el divorcio", repetía, enjuagándose las lágrimas y animado por un coro de feligreses que también tenían los ojos enrojecidos.
Llegaron de todos los rincones: del norte al sur, del este al oeste. Vinieron de medio mundo, algunos con tartas conmemorativas, otros con bufandas donde rezaba la leyenda de San Mamés 100 y otros, como Txapelas, con el atuendo clásico. Había que verle, deshecho en llantos. Incluso los videomarcadores proyectaron su imagen de cristo doliente. Llegaron para el adiós, para ser testigos de las honras fúnebres. A mi lado, un joven preguntaba durante el partido qué significaba Beti Zurekin y, al explicárselo, rompió a gritar. Era de Jaén. Un athleticólogo de Jaén, como aquellos que cantó el poeta Miguel Hernández, en unos versos que decían, si mal no recuerdo, algo así como "Andaluces de Jaén,/aceituneros altivos,/ decidme en el alma: ¿quién,/ quién levantó los olivos?/ No los levantó la nada,/ni el dinero, ni el señor,/sino la tierra callada,/el trabajo y el sudor.".
La tierra del trabajo y el sudor, esa ha sido la ocupada por San Mamés durante todo un siglo. Ayer lo hubo, no hay que negarlo, pero este el año del gato negro en La Catedral y no estaba escrito en las estrellas una despedida de juego brillante; un adiós con la gloria entre los dientes. Casi se diría que fue el desenlace esperado; un Athletic de más quiero que puedo, el Athletic de este año. Dolió como un puñal en el costado el gol in extremis porque duelen las derrotas, todas las derrotas, pero nadie se marchó pese al jarro de agua fría. San Mamés, la casa del padre, no merecía tal desprecio.
Hubo momentos, durante el encuentro, en que se cantó como si se invocase al viejo dios de los títulos, que tantos años lleva sin pisar estas tierras. Y hubo dos o tres minutos finales, previos al gol, en que se pedía, a un Athletic con diez, que marcase el gol del desmelenado, ese que tanto acostumbraba a acudir a San Mamés. Urge darle la nueva dirección porque medio Athletic del mañana depende de él. A punto estuvo en aquel remate de espaldas de San José, en el último ¡uy! de nuestras vidas en este campo.
Hecho el duelo, inmortalizado en las miles -qué digo miles, cientos de miles...- de fotografías sacadas, a la salida del campo los ojos se iban hacia el nuevo San Mamés. Se notaba en esas miradas una predisposición fuerte, un decir con los ojos ese tú serás nuestra nueva casa, como si, desde ya, se quisiese transmitir toda la electricidad que ha hecho del viejo campo de San Mamés un templo único en el mundo. Ahora, cuando toca ya mirar al futuro, solo cabe una oración de despedida, un "San Mamés que estás en los cielos...".