Artículo publicado por Lartaun de Azumendi en jotdown.es
Me asomé al fútbol en vivo en 1977, el año de la UEFA perdida contra la Juve y la Copa que tampoco nos llevamos contra el Betis en aquella cruel, por infinita, tanda de penaltis. He visto cómo fallábamos en esas dos ocasiones y en un par de Copas más: 1985 y 2009, por no citar las veces que nos quedamos por el camino. Un debe bastante generoso.
El haber, no obstante, lo calla todo. Pertenezco de por vida a esa multitud que se apostó a ambos lados de la Ría celebrando las subidas de la gabarra liguera de la primavera del 83 y la de un curso después con el doblete en el zurrón. Desde entonces supe que futbolísticamente ya me podía morir, pues había visto alcanzar la tierra prometida a un pueblo en armoniosa comunión con su equipo. No diré que ganar dejara de tener importancia, y más cuando no ha vuelto a ocurrir desde entonces, pero sí he sabido, como Obélix, sobrevivir de las rentas tras esa inmersión en la marmita del mayor éxtasis conocido jamás en Vizcaya.
Desde entonces, transito con la mirada puesta en un club que apostó por conservar un ideal y me maldigo ante la rabia que me produce que un puñado de generaciones de mi tierra conozca la vasta gloria rojiblanca por boca de sus mayores, que ejercen de incansables juglares del siglo XXI, con la esperanza de que la realidad les obligue a jubilarse por innecesarios.
Sigo huyendo del juego del balón propiamente. Anoche, cuando se hubo acabado el encuentro, me sorprendí concentrado tratando de distinguir quiénes eran aquellos chicos que lloraban o se acostaban boca abajo en el verde. Un inusitado interés por lo aparentemente accesorio en el transcurso de la noche surgió en mí y fui tomando nota. Muniain se desgarraba compungido sin aparente consuelo pese a la atención de propios y rivales. Fernando Llorente, el 9 de Del Bosque, mostraba sus húmedos ojos con ausencia de congoja pero semblante virado. Javi Martínez, campeón del mundo como el ariete, tampoco mantenía su gesto habitual. Leones sentados, tumbados, de rodillas… ¿Little Big Horn? No, el término de una final sin emoción en el marcador. Y ahí paré de pensar.
Mientras la retransmisión de Telecinco ofrecía saltos de alborozo de la plantilla del Cholo y aficionados empapados en tristeza, me salió al encuentro una imagen inesperada que me sacó de mi estado de quietud. Gaizka Toquero estaba llorando a lágrima viva. ¿Toquero? Sí, como una magdalena. Una fría sensación me recorrió al instante la espina dorsal; y lo entendí todo.
El futbolista, generalizo por injusto que pueda resultar, es vanidoso, joven, fuerte, está idolatrado y, a estos niveles de empleo, ingresa como para no preocuparse hasta que le visite la parca. Es, pues, lógico ver a los dos campeones del mundo del Athletic Club desencantados y fastidiados. Tampoco ha de extrañar que ese chico descarado, al que en el vestuario apodaran los de la anterior generación como Bart, no pudiera encontrar la calma en esa llorera tan sentida como imparable. Al fin y al cabo, Iker es aún casi un niño con muchos ratos entre adultos y todos hemos pasado por vernos impotentes a esas edades. Los futbolistas de élite tienen el ratio satisfacción/decepción muy alto comúnmente y por eso cuando caen en un episodio importante algunos se transforman.
Apuesto a que la mayor parte de los futbolistas de Bielsa al término del partido tuvieron la sensación de haber desaprovechado una oportunidad que quién sabe si no será única en sus carreras. Porque los rojiblancos de San Mamés son insultantemente jóvenes, sí, pero hay que recordar que desde la ocasión anterior a ésta de Bucarest habían transcurrido 35 años. También se acordarían, entiendo, de las familias, las novias e incluso de los hinchas que se desplazaron y de los que se tuvieron que quedar en casa. Sin duda. Pero a lo de Toquero le encuentro más matices. Sus lágrimas me dijeron más.
De Gaizka Toquero se sabe en toda España el “Ari, ari, ari…”, lo tosco de su estilo, la calva que luce, la raza que le pone a todas sus acciones desde que salta al césped, su dorsal de lateral derecho pese a jugar arriba y el enorme cariño que le profesa cada jornada la parroquia bilbaína. Pero no puede ser que Toquero caiga tan bien sólo por esos rasgos ciertamente particulares. Tiene que haber algo más, y lo hay. Gaizka sabe que su nivel estrictamente futbolístico no alcanza para grandes cotas, pero esas carencias técnicas las compensa con su actitud y con el hecho de saber dónde está. Toquero es cualquiera de nosotros. Cada aficionado del Athletic ha soñado alguna vez con jugar en el club de sus amores pese a no tener el nivel requerido. Por eso, todos somos Toquero cada partido que juega. Representa al futbolista menos estilista y, por tanto, más parecido al seguidor rojiblanco de a pie. Yo querría haber sido Toquero. O dicho de otra manera: Yo soy un poco Toquero, ahí abajo en el verde.
Por eso lloraba el bueno del 2 del Athletic, quiero pensar. Por sí mismo, porque marcó en 2009 ante el Barcelona en la Copa para luego caer goleado, por dejar escapar otra final… pero fundamentalmente porque él sabía cuando saltaba al campo en el minuto 63 que llevaba a centenares de miles de aficionados dentro de su camiseta. Porque si juegas en el Athletic eres capaz de perder un brazo por engalanar la Ría para los tuyos. Y es que Cibeles, Canaletas o Neptuno tienen su aquél. Pero, ¡ay, la gabarra! Palabras mayores.
Yo digo que veremos la gabarra de Toquero porque para eso elegimos ser como somos. Las lágrimas de Gaizka Toquero llevaban amarradas a sus mejillas la rabia de todo un pueblo rojiblanco, de gente de Bilbao, de Durango, de Zarautz, de Almendralejo, de Albacete y de Nueva York. Lágrimas con un mensaje que se puede leer entre líneas y que representan el pegamento que nos une a todos: el Athletic Club. Los once aldeanos.