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sábado, 9 de marzo de 2013

Old Trafford, año I (II)

(Artículo publicado por César Ortuzar en el diario Deia el 08/03/2013)

Aquella noche en el paraíso

Se cumple un año de la extraordinaria exhibición del Athletic en Old Trafford ante el Manchester United, registro máximo de fútbol e icono para el club y la afición, que guarda el episodio con tapas de oro en la memoria


Si existe un pasaporte hacia la gloria, si se conoce una aduana donde se sella con la tinta de los deseos para entrar al paraíso, si soñar despierto es posible, debió ser aquella fría noche de marzo de hace un año en Old Trafford, donde el fútbol realizó una genuflexión para recibir al Athletic más carismático, atractivo, atrevido y pizpireto que se recuerda en décadas, pura poesía en movimiento. Al Manchester United, una diva del fútbol con un vestuario repleto de vedettes, absolutamente seducido por el embriagador perfume bilbaino, solo le alcanzó para ponerse en pie y ovacionar a un equipo que actuó con la delicadeza de una sinfónica, la exactitud de un ballet y la energía de una banda de rock&roll hasta completar una obra maestra, una oda al juego tan expresiva como colorida.

El Athletic fue, al mismo tiempo, Da Vinci, Miguel Ángel y Picasso. La aventura más fantástica que reverbera en la memoria reciente del club congregó en Manchester a miles de voces roncas, quebradas, cazalleras, partidas de alegría. Miles de rostros extasiados, alegres, apoteósicos, exultantes, plenos de dicha. Miles de ojos asombrados, boquiabiertos, desorbitados, risueños, húmedos, rebosantes de felicidad. Un delirio colectivo, un akelarre de un pueblo que empujó hasta el infinito a un Athletic que recitó un verso majestuoso en uno de los templos del fútbol, convertido para la hinchada rojiblanca en un coliseo para la eternidad.

Legado rojiblanco

Lugar común para la memoria colectiva, el duelo de Old Trafford se eleva como un incunable por su indudable altura futbolística, nada que ver con el perfil de un souvenir europeo cualquiera o con la calculadora de un resultado, 2-3, a favor de los bilbainos, representados en el marcador por Llorente, De Marcos y Muniain. La victoria en el Teatro de los Sueños, la manera de conquistarla, de anunciarse al escaparate mundial, se trata de un legado, de una magistral partitura de fútbol, pero sobre todo de una leyenda que abrazará a generaciones enteras en rojo y blanco que se emocionan, y seguirán haciéndolo, cuando hablen de aquello en ese instante en el que las palabras dialogan con las emociones y se sientan torpes, tartamudas, incapaces de desglosar lo que manda el corazón y siente la piel. Tal vez todo se reduzca a una gozosa, descriptiva y sobria frase de cinco palabras. "Yo estuve en Old Trafford".

Porque no existe diccionario capaz de domar las partículas del alma, el Athletic, su hinchada, enorme, se sintió en la Luna. Como un Neil Armstrong con botas de tacos botando de aquí para allá en el territorio donde el fútbol se inventó. La sensación de ingravidez, de asombro, de entusiasmo, nos acunó a muchos en un campo que fue San Mamés, con su espíritu de bucanero irreductible cantando mientras Old Trafford, achicado, encogido por una afición insuperable en decibelios, escuchaba respetuosa aquel aleluya. En medio del bullicio, del ánimo infatigable, de 8.000 gargantas apurando las cuerdas vocales para alimentar a su héroes alados una hora antes de que comenzara la función cuando Manchester fue Bilbao. Por fin comprendimos que el Síndrome de Stendhal cobraba sentido.

La mezcla de emotividad, belleza, euforia y pasión impulsó al Athletic a la estratosfera, donde nada pesa, donde todo fluye, donde no existe ni el tiempo ni el espacio y las sensaciones caen en cascada, en avalancha. Imposible frenar las pulsiones ante semejante arrebato, en una atmósfera inigualable, rebosante de emoción. Nadie en Old Trafford, donde al fútbol se le ama tanto, pudo esquivar la púrpura del cónclave futbolístico, un amasijo esplendoroso de sensaciones que nos dejó en estado de shock, alienados, prendados de una fiesta del fútbol, en trance, yonquis del juego del Athletic.

Herencia de 1957

De alguna manera, Old Trafford, símbolo absoluto desde entonces, se convirtió en la desembocadura de la línea genealógica de todos los Athletics que un día fueron y que muchos contaron. En Manchester se mezclaron los fotogramas del partido de la nieve, de aquella eliminatoria repleta de misticismo que vencieron los ingleses en 1957, la alcurnia de un rival aristocrático, de un club legendario con futbolistas de póster, el fuego de la afición, el hechizo del pentagrama de Bielsa y los pies afinados de sus muchachos, que imaginaron un partido para la hemeroteca. Una representación sublime que fueron capaces de desarrollar sobre el césped. El partido soñado fue una realidad.

Camino de Old Trafford, en el autobús de la prensa, quién más quién menos le hacía un hueco al disfrute, a la mirada de un niño asomándose a un tienda de chucherías. El United y su periferia, todo cuanto le rodeaba era un día rotulado en rojo, un estímulo sin igual. Algo así como un viaje al centro del fútbol donde cohabitaron Law, Charlton, Best, Cantona o Giggs, cuya zamarra milenaria de Sir reposa en el museo del Athletic. Mientras la mente fabulaba, los aficionados que secaron de cerveza Manchester, de noche y de día, se aproximaban al estadio, "a animar y pasarlo bien", en una riada de taxis.

Como ocurre en las grandes epopeyas, en los relatos inolvidables, se trataba de disfrutar del viaje, de mirar por la ventanilla y sonreír en el tránsito hacia un pedazo de historia aún desconocida. Realmente nadie pensó más allá de Old Trafford. El capítulo lo merecía. "¿Te imaginas marcar un golito aquí?". Con eso bastaba. En realidad, el Athletic había vencido cuando supo que podía cruzarse con los Diablos rojos en la eliminatoria de octavos de final. La procesión de aficionados, el mayor éxodo de una hinchada si se descuentan las finales, certificaba el peso y la huella de semejante acontecimiento. Apenas un puñado de equipos pueden convocar semejante desembarco. El Manchester era un exquisito anfitrión y el Athletic el perfecto huésped.

El efecto tractor del Manchester United fue el enganche ideal para subirse al cielo y ver cómo se ve el mundo desde allí arriba, desde una colina con unas vistas increíbles, inimaginables, inmejorables, inesperadas. En ese gran balcón de la posteridad, mirando al horizonte, se apostaron miles de casacas rojiblancas, bufandas, banderas y no menos ilusiones. No había vericueto ni conversación en Manchester en el que no estuviera presente el Athletic, cuya capacidad vírica es fenomenal. Solo faltaba la voz, el gran Sinatra, cantándole al equipo bilbaino king of the hill (rey de la montaña) desde el tramo de tribuna que ocupó el coro rojiblanco. Un ejército exuberante que se expresaba con menos delicadeza que el crooner, pero que lo hacía a pleno pulmón, como si no hubiera mañana. Pavarottis del Athletic. Mosqueteros. Todos para uno y uno para todos. Con ese hilo musical del entusiasmo golpeando sin descanso el aire frío de Manchester, de pie la grada, la muchachada de Bielsa diseñó una obra de orfebrería, una pieza de coleccionista de imposible reproducción que noqueó al Manchester como nadie logró antes, no con esa alegría y elegancia.

La tormenta perfecta

El equipo inglés se abrió paso con un gol de Rooney antes de que el Athletic bailara un vals con electricidad. Después llegó la tormenta perfecta coronada por los goles de Llorente, De Marcos y Muniain. Dueños de la pelota, exactos, osados, solidarios, en sintonía, los rojiblancos borraron al United, sostenidos por De Gea y Rooney, que evitaron un roto pero no el reconocimiento hacia el pelotón bilbaino. El Athletic, para entonces un gigante, metió en la lavadora al Manchester hasta marearlo por el centrifugado de un fútbol total: efectivo, vertiginoso y bello. Europa rendida, de punta a punta, al embrujo del Athletic. Nadie pudo resistirse al encanto de aquel equipo que sedujo al planeta fútbol. Solo cabía aplaudir y dar las gracias por haber podido ser testigo de algo tan especial.

El partido contra el Manchester, el modo en el que se resolvió, fue un chute de autoestima, un tratamiento vigorizante para generaciones enteras que dieron la mano al Athletic desde el cordón umbilical y que apenas supieron del Athletic campeón que hubo, de los muchos que lo fueron tiempo atrás, recordados y homenajeados en un tributo constante por la tradición oral, la mejor de las herencias. Old Trafford, marcado a fuego en la piel, recogió el testigo de esas charlas que pasaban de padres a hijos, de memoria en memoria en un recorrido sin fin. La noche de marzo de 2012, apurados los 90 minutos, se convirtió inmediatamente en un surtidor de emociones absoluto, el hilo conductor para tejer una historia convertida en leyenda que cada uno contará a su manera, con más o menos detalles, tal vez perjudicado el rigor y moldeada la objetividad, pero seguro que con el brillo en los ojos por haber vivido un noche en el paraíso.