Artículo publicado Arantza Rodríguez en el diario Deia el 28/08/2017
Qué tendrá el bicornio de pregonero que quien se lo coloca en la cabeza, si no acaba perdiéndola por momentos, al menos se transforma por nueve días en alguien más lanzado de lo habitual. Hasta el mismísimo José Ángel Iribar, todo un mito del fútbol que se define como “muy austero” a la hora de festejar, fue poseído por el influjo de Marijaia el año en que se enfundó la chaqueta amarilla. “Cuando fui pregonero, durante un acto que había dentro de las fiestas, que era la izada de bandera, tuve la osadía de cantar un verso, que no sé cómo salió, en el que intentaba repasar un poco los lugares más entrañables de Bilbao. Más que una locura, fue un atrevimiento”, reconoce, echando la vista atrás.
Comedido, asegura que aquella semana de fiestas fue “la más golfa” de cuantas ha vivido. “Participas en todos los actos y terminas muy tarde y muy cansado, pero terminas feliz. Yo tengo muy buen recuerdo de mi paso como pregonero y es cuando más me he metido de lleno en las fiestas, porque si no, siempre he estado un poco comprometido con el equipo, haciendo la pretemporada ya fuera como jugador, entrenador o embajador”, explica.
Si algo recuerda con especial “cariño” de su actuación como pregonero sobre el terreno de juego festivo son “las visitas que hacíamos conjuntamente al Hospital de Basurto con otro tipo de gente conocida, los del circo, los payasos... Eso es entrañable”, rememora.
Estas pasadas fiestas, como ciudadano de a pie, se ha echado a la calle “sin un plan preconcebido, excepto la comida que suelo hacer con los amigos” y que forma parte del programa de muchos bilbainos. “Me suelo dejar llevar. Me gusta ver el ambiente de nuestro Casco Viejo, callejear, saludar y tomar algún trago”, dice. Ayer tocaba apurar la espuela. Se acabó lo que se daba.