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domingo, 27 de diciembre de 2015

Los pedales del Athletic

Un reportaje de César Ortuzar publicado en el diario Deia el 27/12/2015

Al igual que otros clubes de fútbol vascos, la entidad rojiblanca acogió un equipo ciclista en los años veinte del pasado siglo, tradición que recuperan el Oporto y el Sporting de Portugal para la próximas campañas


Fotografía con varios componente del Athletic Club con su maillot rojo y blanco a rayas, en la salida de la primera edición de circuito de Amorebieta de 1925. Foto: Athletic Club)

En Ondarroa, en medio de una tormenta de entusiasmo, a Cesáreo Sarduy se lo llevaron en volandas. Al público, extasiado con la llegada del ciclista al pueblo, le dio por meter al corredor en una tinaja repleta de agua para “limpiarle y ponerle guapo”. Después de aquel baño, enfermó, “casi muere sobre la bicicleta”. Sarduy, congelado, una pulmonía llamándole a cada pedalada, se tuvo que bajar de la bicicleta en Plentzia. El pasaje, en el intermedio de la Vuelta a Bizkaia, enmarca el episodio del ciclismo épico, aventurero, el pionero, el de los locos años veinte del pasado siglo y las bicicletas de un solo piñón. Rafa Sarduy, hijo del gran Cesáreo, un tipo fuerte, fornido, resistente, uno de los mejores ciclistas de la época, evoca desde la memoria aquellas odiseas de Ulises en bicicleta. A Sarduy, en un día de perros, de agua y barro en carreteras que eran trincheras, quisieron embellecerle su estampa de Hércules. Con el baño, su maillot, sucio en medio del temporal, recuperó el color original. Rojo y blanco. Con la A y la C sobre la pechera de lana. Athletic Club.

Hubo un tiempo en que la entidad bilbaina, presidida por el Conde de Villalonga, y otros clubes de fútbol como el Arenas, la Real Sociedad, que nació del Club Ciclista San Sebastián, el Real Madrid o el Barcelona (entonces Sociedad Deportiva Sans), anidaron equipos ciclistas en sus estructuras. Es lo que harán Oporto y Sporting de Portuhal las próximas campañas, continuando así la tradición ciclista que tuvieron. La historia del Athletic fue más efímera, pero sirvió como catalizador de aquel ciclismo iniciático. “Era la única forma de correr por aquel entonces. No había equipos como los de hoy, todavía no existían los equipos de marcas comerciales, así que la gente se inscribía en los clubes y cada uno corría para sus intereses. Era un poco sálvese quién pueda”, desgrana Rafa Sarduy. En los años 20, los del Charleston, en España gobernaba la oscuridad de la dictadura de Primo de Rivera, amante del orden, como sucede con todos los tiranos, decididos a que nadie le alterase su férreo control militar. Los clubes de fútbol eran parte de la sociedad, instalados en el humus de lo colectivo, así que se convirtieron en el cauce natural para que aquellos ciclistas primigenios pudieran competir con unas monturas antediluvianas mientras la cámara de la bicicleta les cruzaba el cuerpo a modo de armadura. Quijotes modernos.

Sobre aquellos hierros, eran los ciclistas los que “montaban las carreras. Se iban con la pancarta y con la mesita para apuntar los participantes y los tiempos. Organizaban y corrían. Además, a las carreras solían ir en bici porque el tren costaba una pasta”, describe Fernando Ibáñez de Elejalde sobre las andanzas de su abuelo, Fernando, que también vistió los colores del Athletic, un equipo que contó, entre otros, con Cesáreo Sarduy, Domingo Gutiérrez, Segundo Barruetabeña, el bertsolari Balendin Enbeita Urretxindorra y Francisco Cepeda, que militando en el Athletic fue cedido al Real Madrid por motivo del servicio militar, como máximos exponentes de un deporte que se asomaba con fuerza en una sociedad que compraba las bicicletas a plazos. “Para la gente, aquellos corredores eran unos héroes, gente muy querida”, describe Rafa Sarduy. Francisco Cepeda falleció años después en la disputa del Tour de Francia de 1935. El corredor sufrió una brutal caída en el descenso del Col del Galibier, en la octava etapa de la carrera francesa. Cepeda murió tres días después en el hospital de Grenoble como consecuencia de las graves lesiones que le provocó la caída.

Lejos del dinero que agita en la actualidad el profesionalismo, en los clubes se imponía el amauterismo. Nadie cobraba un sueldo. “A mí abuelo, por correr en el Athletic le daban unos zapatos. Pero es que hay que situarse en aquella época y unos zapatos eran la leche”, enfatiza Fernando. “El dinero que había en el ciclismo estaba en los premios que se repartían por ganar las carreras. No había sueldos. Era otra historia”, añade Rafa Sarduy. Su padre, Cesáreo, natural de Muxika, que trabajaba en el caserío natal, apostó por la bicicleta a los 22 años. A su manera, fue un profesional porque ganó varias carreras. Mientras corrió, hasta 1930, dejó las tareas del caserío a un lado para acoplarse a los rigores de un ciclismo balbuceante, recién nacido. Los ciclistas, sin una retribución económica que les financiara, se convirtieron en unos cazarrecompensas, tipos valientes y entusiastas que se lanzaban a la aventura con el convencimiento de los visionarios, aunque “casi siempre cerca de casa”. Viajar era un lujo y la única certeza de regresar “era ganar premios. Si no, no sabías si podrías volver”, refleja Rafa Sarduy.

El tirón del velódromo

El rudimentario almanaque de ruta aglutinaba unas 25 pruebas en el calendario vasco-navarro entre campeonatos territoriales, carreras de pueblo, alguna que otra vuelta y otras tantas clásicas. En ese calendario, las pruebas en el velódromo se convirtieron en un imán para seducir al público y atraer a las masas. La competición sobre el anillo era un acontecimiento y el modo de lograr dinero del público, que pagaba entrada por asistir al espectáculo que ofrecían los ciclistas. En Bizkaia sobresalió el velódromo de Ibaiondo, en Las Arenas, mientras que en Gipuzkoa destellaba el oval de Anoeta, en Donostia. “A las carreras del velódromo asistía mucha gente que pagaba por ver”, subraya Rafa Sarduy. De algún modo, el velódromo era un recinto cerrado que evocaba a los estadios de fútbol. Imperaba la misma lógica. Se ofrecía un espectáculo deportivo en un lugar con un aforo concreto y quien quisiera asistir debía pasar por taquilla. El ciclismo, cada vez más popular, llenaba. En medio del anillo, no resultaba extraño contemplar a José María Villalonga, el Conde de Villalonga, máximo mandatario del Athletic en el curso 1922-1923, repartir los trofeos en alguna de esas citas. La singladura del Athletic, que también organizó carreras, en el ciclismo fue fagocitada por el fútbol, prioridad del club en el pespunte de los año 30 a medida que crecía la estructura de la entidad y el empuje de la pelota. “De alguna manera, desde Europa, sobre todo, desde Francia, comenzaba de algún modo a profesionalizarse el ciclismo”, recuerda Rafa Sarduy. Las marcas de bicicletas, auténticos objetos de deseo, comenzaban a patrocinar a algunos equipos y se integraron en el palmarés de los vencedores. “Se decía que fulanito o menganito había obtenido la victoria sobre tal o cual marca de bicicleta”, añade Sarduy.

El ciclismo abría la puerta al profesionalismo con tímidos empujones que partían desde la prensa, aliada inequívoca del crecimiento de la especialidad por su capacidad tractora, esa mezcla de épica, supervivencia, constancia, pasión y un punto de locura. L’Auto impulsaba al Tour, la Gazetta dello Sport tiraba del Giro y el Excelsior alimentaba la Vuelta al País Vasco, que salió a la carretera en 1924. La bisagra ciclista del Athletic, sin embargo, cedió con los nuevos tiempos tras unos años agarrada al manillar. “Para entonces se pensaba en la contratación de un director deportivo extranjero y ya era un tema de dinero”, desliza Sarduy. El ciclismo, que había sido un asunto de entusiastas, perdió rueda. El fútbol era el rey, el vellocino de oro, el reino de un Athletic que dejó de dar pedales.