Artículo publicado en el diario Deia el 9 de abril de 2011
Kirmen Uribe, Escritor. Premio Nacional de Narrativa en 2009
Ir a ver un partido contra el Real Madrid forma parte de la educación sentimental de cualquier vizcaíno. Uno recuerda muy bien la primera vez que fue a ver aquel partido, expectante y nervioso, de la mano de su padre. Es algo que se queda grabado para siempre en la memoria. Y guarda aquella primera bufanda que su padre le compró para ese envite con cariño. Aunque ahora la reconozca antigua y pequeña. Ir a ese partido ha sido para nosotros todo un proceso de aprendizaje, un viaje iniciático, donde descubríamos las primeras verdades de la vida. La lección que se aprendía en el Athletic-Real Madrid era que había que luchar en la vida, que no siempre ganaba el equipo poderoso, que siempre hay una oportunidad para la gente humilde, aunque para ello haya que esforzarse y actuar de manera inteligente. Si se pierde, el disgusto no era tan grande. Al fin y al cabo, el equipo contrario es de los mejores del mundo. Pero si se gana, eso sí que no se olvida nunca. La alegría dura toda la temporada.
A mí me tocó asistir con mi padre a aquellos míticos duelos de los primeros ochenta. En Liga y en Copa. Era la época de las dos Ligas y el doblete con ese equipo cuya alineación me sé de corrido: Zubizarreta, Urkiaga, Liceranzu. Goikoetxea, Núñez, Gallego, De Andrés, Urtubi, Dani, Sarabia y Argote. Me sé muy pocas cosas de memoria, pero ésa sí. Qué buenos eran. Uno podía cambiar de ídolo cada semana. Algunos días querías ser tan ágil como Zubi, otros tan fuerte como Goiko, y otros tan elegante como Argote o tan genial como Sarabia.
A mi padre era el partido que más le gustaba, con diferencia. Jugar contra el Real Madrid era, para él, el partido del año. Sin duda. Aunque pasaba la mayor parte de su vida en alta mar, pudimos llegar a ver juntos algunos partidos contra el Madrid. En Bilbao y en el Santiago Bernabéu, donde nos acogían muy bien. Íbamos media familia. Entonces no se escuchaban los gritos que ahora suenan en los fondos. El Athletic era un equipo muy respetado allí. Amigos escritores merengues me han confesado que al Athletic se le aplaudía cuando salía al campo en el Bernabéu. Era un grande.
El Real Madrid era el equipo de muchos marineros del barco de mi padre. Eran trabajadores que habían venido en los sesenta a trabajar en los puertos vascos, gallegos, extremeños, andaluces. Apostaban todo su jornal por el equipo blanco cuando estaban faenando y escuchaban los partidos por la radio. Eso, si había buena mar. Si no, no había posibilidad de oír la radio. Tenían que esperar a llamar a casa para saber el resultado. Casi siempre ganaban los marineros. Menos en los años de las dos Ligas. En esas, mi padre se puso las botas. Incluso a su tripulación la llamaban en el puerto "el Real Madrid", porque eran marinos aguerridos y buenos pescadores, que no dejaban de trabajar hasta lograr una buena marea. Un buen equipo, vamos. Antes de salir a la mar, quedaban para hacer la ronda en el pueblo, y tras tres o cuatro copas se iban todos juntos a embarcar. Se llevaban muy bien, aunque a la hora de echar la red no había bromas.
Eran otros tiempos. En todos los sentidos. En aquella época no existía todo el merchandising que ahora rodea a los equipos de fútbol. La televisión no tenía tanto poder. Los partidos televisados del Athletic eran de ciento en viento. Recuerdo que, entonces, las camisetas de nuestro equipo se pasaban de hermano mayor a hermano menor; no se compraban así como así, uno por temporada. Duraban toda la infancia. A mí, como era el menor de cuatro hermanos, me tocó vestir una camiseta cuyas rayas rojas ya se habían vuelto rosadas de tanto uso. Pero me daba igual, la ilusión era la misma. No se daba mucha importancia a estas cuestiones estéticas.
Y hablando de estética, si ha habido un equipo estético ése ha sido el Real Madrid. Aunque querías que tu equipo ganase, mirabas con mucho respeto y admiración al equipo contrario. Sabías que jugaban bien y eran buenos. Eran elegantes. Recuerdo que sufría mucho cuando atacaban. Me retorcía en mi asiento. En realidad, sufría todo el público. Eran veloces y se acercaban a la portería como serpientes, uno por banda, driblando a todo el que tenían por delante. Me acuerdo que lo pasé mal con Juanito, y después con Hugo Sánchez y, cómo no, con Raúl y Ronaldo. Menos mal que los nuestros también jugaban y tenían sus opciones. Y hasta nos daban alegrías. Porque no hay nada como meterle un gol al Madrid. Todo el estadio salta y grita al unísono. Y así salté y me emocioné con los goles de Goikoetxea y de Julio Salinas en mi niñez, y con los de Urzaiz y Del Horno, más recientemente.
Al Madrid hay que saberle jugar. No vale el pelotazo. Los recursos de tardes de poca inspiración son inútiles para este partido. Cuenta Jorge Luis Borges en su Zoología fantástica que hay una leyenda que se cuenta en las montañas de EE.UU. sobre un animal muy extraño. Es un animal mítico, como las sirenas o las laminas. Se llama hide-behind y según los leñadores de Wisconsin y Minnesota uno nunca llega a verlo. Es un animal que está siempre detrás de ti, te sigue por todas partes en el bosque, cuando vas a buscar leña. Te vuelves pero por más rápido que seas el hide-behind es todavía más rápido y se ha desplazado detrás de ti. Nunca sabrás cómo es pero está siempre ahí. No sé si los pastores vascos que emigraron a las montañas de EE.UU. supieron de este animal. Seguro que sí. Lo único que sé es que al Madrid hay que jugarle como ese animal. Hay que estar siempre detrás de ellos, que se vuelvan y no nos vean, ser siempre mucho más veloces que ellos. Y ser visibles sólo cuando les metamos el gol y se junten todos los jugadores para abrazarse en una piña. Entonces sí, sí que seremos visibles. Más que nunca.
Mi padre me contaba en ese primer partido que fue su tío quien lo llevó la primera vez a San Mamés. Trabajaba en la Fundición Echevarría y le gustaba llevar a sus sobrinos al fútbol. Iban a la general. Y allí vio jugar a un delantero muy hábil que se apellidaba como él, Uribe. Mi padre ya no está entre nosotros. Ahora me toca ir a mí al partido con mi hijo. Pero cada vez que voy a San Mamés es como si estuviera allí. Es como si me siguiera por detrás. Incluso hay veces que miro hacia atrás para ver si lo veo. Pero desaparece, como los misteriosos animales de Wisconsin, que son demasiado veloces para verlos, aunque estén allí. Y siempre lo estarán, junto a todos nosotros.