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martes, 17 de enero de 2012

La tarde triste de Pichichi

Artículo publicado por Lucio Del Alamo en La Gaceta del Norte, a los cincuenta años de aquella tarde triste para "Pichichi", en las navidades de 1921.

Rafael Moreno Aranzadi, Pichichi
"¡Fuera, fuera!... ¡Que se vaya!..."
"Pichichi". Era, en gritos y denuestros, el anticipo de las piedras lanzadas contra "Manolete" en las vísperas de la cornada de muerte en Linares. La masa -cierta masa- gusta de forjar ídolos para darse luego el gusto, casi embriagador, de derribarlos. Tenía ya ocho años de goles, de aplausos y de gritos el asombroso San Mamés de las diez mil localidades y las 89.061 pesetas de costo total, incluidos los 10.000 sólidos duros de 1913, amartillados en la suscripción popular. El primer gol que allí se marcó salió de la bota de "Pichichi". La ovación estremeció los maizales vecinos. Ahora, en las Navidades de 1921, no había aplausos calientes, sino gritos hostiles, casi mojados de rencor. Entre las dos fechas, cincuenta jugadas geniales, las más geniales jugadas futbolísticas de todos los tiempos. Las había firmado Rafael Moreno Aranzadi, al que llamaban "Pichichi", que era, como jugador y como hombre, desconcertante y fuera de serie. Dicen que era muy inteligente, pero que nunca quiso estudiar, como lo hacía su hermano Raimundo, ingeniero de Minas, a quien también segó la muerte en la juventud. No lo sé. "Pichichi", ya mucho antes de este medio siglo de su muerte, fue un gombre con leyenda. Le pintó Aurelio de Arteta prestándole aire bucólico y campesino.

En la tarde de los gritos del "¡fuera, fuera!", "Pichichi" estaba, sin saberlo, en la última vuelta del camino. Con toda su gloria a cuestas. Jugaban frente a los mozos del Athletic los mozallones del Sparta de Praga. Ya hacía tres años que no había guerra en Europa, pero empezaba a haber hambre. En Bilbao se bebía menos champán y se veían demasiados barcos amarrados y quietos a lo largo de la Ría. A Praga llegaban las noticias demasiado abultadas. A los jugadores del Sparta les hicieron traer en las maletas hogazas de pan blanco. El viaje fue largo y el pan llegó demasiado duro. Se vengaron metiendo cuetro goles a Rivero, el guardamenta rojiblanco. Enfrente estaba, gigantesco y vociferante, Janda, otro semidiós del Olimpo del fútbol. Era como un precursor de Dayan, el de la cabalgada motorizada en el desierto del Sinaí: como él, calvo y tuerto, con un parche negro, a medias entre pirata de Dracke y guiños de la princesa de Evoli. Al sía siguiente, Janda caería desvanecido sobre el barrillo de San Mamés. Y le retirarían en alto, en clamoroso olor de multitud, llorando, vencido, por el ojo aún con vida.

Rafael Moreno Aranzadi se fue, entre los gritos, a la caseta. Aún no había terminado el partido; pero para "Pichichi" se había redondeado la amarga tarde triste. "Pichichi" locuaz, discutidor, polemizante, iba arrastrando los pies, los hombros hundidos, la boca apretada. No sabía que se iba para siempre y que un día volvería a San Mamés con la cabeza en bronce, pero ya quieta y callada. No sospechaba que antes de que blanquease en margaritas la ladera de Archanda, la muerte se le habría aplastado sobre el pecho.

Busto de Pichichi situado en el palco de San Mamés