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sábado, 21 de junio de 2025
Zarra, hombre y arquetipo
Artículo publicado por Matias Prats en el número 44 de la publicación Athletic Club en 1985
Me agrada escribir sobre Zarra. En parte, porque su nombre está unido a mi mejor época como locutor deportivo y su sola mención despierta en mí recuerdos profesionales enormemente emotivos, en parte también, y esto sobre todo, porque desde siempre he considerado a Zarra como un símbolo de valores y cualidades que incluyen lo deportivo, pero que van más allá, hasta aspectos que caen dentro de los límites de una conducta humana y social ejemplarizadora.
Zarra fue todo un arquetipo, además de un símbolo. Representaba sobre el campo de fútbol y fuera de él una larga serie de aptitudes; pero a la vocación y al «bien hacer» supo añadir un toque personal de maestría y seriedad que hizo de él un arquetipo y al mismo tiempo un mito, sin necesidad de esperar al juicio de la historia, domingo a domingo, en plena actividad, cuando mayores son los riesgos de la crítica apasionada, de la versatilidad de los aficionados o de los juegos de intereses. Telmo Zarraonaindía ha sido el símbolo de todo esto: Zarra-delantero centro, Zarra-gol, Zarra-furia española, Zarra-vasco, Zarra-nobleza, Zarra-deportividad, Zarra-valentía, Zarra-amor propio, Zarra-corazón, Zarra-lealtad, Zarra-compañerismo...
Aún podríamos ampliar más la simbología. Me voy a concentrar, sin embargo, en unos pocos de estos símbolos, quizá porque participan más de los rasgos del arquetipo, y también porque en torno a ellos se ha forjado el mito y la leyenda de este gran deportista. Zarra ha sido en el Athletic y en la selección española el delantero centro por antonomasia. En esta afirmación se encierra un elogio esencialmente futbolístico. El delantero centro y el guardameta son los dos parámetros que mejor definen el significado del fútbol como deporte, en cuanto en ellos se sublimizan las virtudes de hacer el gol y de evitarlo por sus posiciones de punta en el terreno de juego -vértices de ataque y defensa respectivamente- y porque tradicionalmente protagonizan el «remate» y la «parada». Zarra fue en este sentido un delantero centro nato. Es verdad que esta concepción del fútbol ya no existe, como no existe tampoco la posición de cinco delanteros en línea, pero no es menos cierto que caracoleando por aquí o por allí, con el número cambiado a la espalda, haciendo subir hasta el área adversaria a los defensas propios (a ser posible a los gigantes con mentalidad de encestadores de baloncesto), los equipos de hoy buscan alguien con sentido del remate, un simulador oculto hasta ese momento al que se le hayan infiltrado todas las perdidas virtudes del antiguo delantero centro
Zarra perteneció a la época de los delanteros centro que corrian de cara a la portería contraria -25 metros, 10 metros, 5 metros, 1 metro en muy pocos segundos- acompañando con los pies, el cuerpo y la mente la carrera ignea de los extremos, y sincronizando su salto su escorzo en el aire, su choque con la pelota a una trayectona que más era de balistica que de juego organizado. ¿Os habeis fijado que el Athletic tradicional, el coleccionista de títulos y goleadas, siempre tuvo buenos delanteros centro y no menos excelentes guardametas, los dos vectores del fútbol gol? El gran Telmo tenía tal sentido de su posición en el área y tal conciencia de para qué buscaba el balón, que no siendo un estilista -ni falta que le hacia- pocos jugadores como el han compuesto tan gallarda y airosamente la figura del rematador. A veces nos parecía que no era un hombre, sino un poster, o que no era de came y hueso sino de barro y alma de escultura, tan alado era su ademán, tan veloz su ímpetu, tan estelar su carrera. Ha quedado inmortalizado al óleo por los pinceles de Garavilla, pero igual podría haber sido un modelo helênico en las Olimpiadas con todo su cuerpo en tensión, disparado hacia el remate, ese capitel corintio o jónico del fútbol-emoción.
Zarra fue un destino cumplido. Empezó siendo un chaval de Munguia que le daba bien al cuero por los pueblos de su Vizcaya natal y acabó en figura del Athletic, el mejor goleador bilbaino de todos los tiempos, émulo de «Pichichi», de Bata, de Unamuno, con Gainza, los mejores jugadores de Europa, león de San Mamés junto a Cilaurren, Garay, Gorostiza, Iraragori, Lafuente, Iribar, Panizo y tantos más. Su hambre de gol iba acompañada de tanta valentia, de tanta furia, de tanto corazón, de tanta nobleza que sus contrarios parecian abrirle calle, asombrados, para que una y otra vez lograse la gesta del gol imparable. Su cabeza fue comparada a la de Winston Churchill y no hubo en el área pequeña, la de los sustos, nadie que encogiera su temple. Las goleadas del Athletic en San Mamés eran de escândalo, con tanteos que rebasaban frecuentemente la media docena de goles, mientras en su corretear por otras ciudades españolas se lograban empates a tres o a cuatro, o se vencia por dos y tres tantos de diferencia como exponente de un fútbol ofensivo, rematador, que parece desaparecido para siempre.
Hay paralelismos y sincronías en la vida de Zarra que son la clave de su ejemplaridad. Esa linea de correlativos empezaba en su temperamento cien por cien vasco, seguia en su carácter de valiente fajador que ante nada se arredraba; se prorrogaba en la identidad con un club -el Athletic- que parecía estar hecho, desde los tiempos de los hermanos Belauste, para que se alinearan en el once corazones como el de Telmo, paradigma de la victoria con esfuerzo y limpieza y continuaba en su proyección internacional heredero de aquel espíritu de Amberes -España, subcampeona olimpica- que hizo de Bilbao y del Athletic las mejores «lanzaderas» del fútbol español, hasta el punto de que, por muchos años, fue rigurosa verdad aquel aserto de si hay Athletic, hay selección nacional. Yo llegué a estar unido indisolublemente a los goles de Zarra. Un fútbol de ataque que se planteaba y desarrollaba con muy pocos pases, a ser posible largos, con unos extremos que cortan la linea velozmente para obligar a los defensas a replegarse de cara a su propia portería y con unos centros templados, algo retrasados, para dar ventaja al delantero que intentaba cortar su trayectoria con fuerza, sumando al empuje del salto la inercia de la carrera, era una ocasión magnifica para el lucimiento de un locutor deportivo que también quiere llegar expeditivamente, con pocas palabras, al área de los sustos, allí donde los goles se amasan y la emoción prende en los auditorios. Ahora, cuando el transcurso inevitable del tiempo me ha situado en otras tareas periodísticas, me congratulo de haber sido coetáneo de Zarra y de unas generaciones de futbolistas que liberaron al Matias Prats de entonces de hacer locución de centrocampismo, con pases atrás y a los lados, en un rigodón cansino y reiterante que quita ritmo y brillantez a las retransmisiones. De aquella etapa quardo como un tesoro mis simpatías al Athletic y la amistad con unos jugadores extraordinarios que me hicieron creer en la ilusión de una delantera de seis hombre formada por Iriondo-Venancio-Zarra-Panizo-Gainza y Prats, en la que ellos eran la épica y yo la lírica, ellos forjaban la epореуa у yo la cantaba.
Yo he metido muchos goles con Zarra. Entre otras cosas, porque eran goles que se veían venir -citas del balón y el hombre a muchos metros de distancia, por el aire o a ras de tierra- que me permitian inflexionar la voz, que me hacían participar en el suspense de la jugada, y correr desalado hasta rematar con furia sincronizando la palabra ¡gol! con el testarazo o el chut, que alojaba el esfénco en las mallas. Pero de entre estos goles al alimón, el lograndolos y yo cantandolos, hay algunos inolvidables el gol a la selección inglesa en el Estadio Maracană de Rio de Janeiro, en el Mundial de 1950, cuando la radio colectiva de consola o de aparador (todavía no hablan aparecido los transistores) convocó a España entera en las casas, en los bares, en los locales públicos, para demostrar que un remate de Zarra sobre la marcha, sin parar la pelota, era capaz de acabar con la hegemonía futbolística de Inglaterra, y en la misma temporada, los cuatro goles de Zarra al Valladolid de la mejor épоса, en una final de Copa disputadísima, en la que tres de los tantos los obtuvo contra reloj, en la prórroga, cuando Telmo Zarraonaindia, con muchos de los protagonistas del encuentro ya agotados, levantó la bandera del pundonor y la bravura entre las aclamaciones de un público que le idolatraba.
Es imposible escribir la historia del Athletic, ni, por supuesto, la del fútbol español -yo creo que tampoco la del fúrbol mundial- sin dedicar un capitulo de honor a las proezas deportivas de aquel Telmo Zarraonaindia, Zarra, que fue mucho más que un futbolista, que fue sobre el césped de los Estadios una actitud y un comportamiento, una moral y un estilo. Me precio de haberle conocido, de haberle valorado y, sobre todo, de habernos elegido mutuamente como amigos. Gracias por haberme permitido escribir sobre Zarra.