Artículo publicado por Galder Reguera en el nº 8 de la revista Panenka (Mayo 2012)
Aitite nació el 7 de junio de 1925. Aitite es abuelo en euskera. Podría dar su nombre, pero no es necesario. Os basta con saber que era mi aitite.
Aitite nunca fue un niño. No es una metáfora, es la realidad. Cuando tenía once años quedó huérfano de padre y tuvo que ponerse a trabajar para mantener a sus cinco hermanitos pequeños. Guardo en casa la fotocopia de una carta por él firmada en la que ruega un aumento de sueldo al Alcalde de Basauri (“Dios salve a España y guarde de Usted muchos años”), porque con su jornal de dos pesetas como Auxiliar de Ordenanza no le da para mantener a su familia. La carta está fechada el 8 de febrero de 1938, ‘II Año Triunfal’.
Aitite nunca fue mayor. Tampoco es una metáfora, por desgracia. Murió en septiembre de 1990, con apenas sesenta y cinco años cumplidos. No le dio tiempo a jubilarse. Quizá nunca lo habría hecho (decía que el trabajo es un hábito y que los hábitos no se dejan así como así), pero sé que quería dedicar al menos más tiempo a su bodega en Haro (el sueño de una vida) que al resto de negocios que, poco a poco, fue creando con el pasar de los años para que hermanos e hijos, amigos y nietos no pasaran las penurias que él sufrió.
aititeAitite no pudo hacer balance, pero lo hago yo: como tantos otros hijos de la guerra, la suya fue una vida de esfuerzo, privaciones y trabajo, y trabajo, y esfuerzo, y privaciones, sin apenas recompensas. Había algo, sin embargo, que le hacía profundamente feliz, que en cierto sentido le regalaba la infancia que no tuvo: el Athletic Club. No digo el fútbol, porque no era el fútbol lo que apasionaba a aitite. Lo que le hacía perder la cabeza, en el mejor sentido de la expresión, era el Athletic.
Algunos recuerdos puntuales que ilustran esta pasión: la final de Copa del año 1984, a la que nos llevó a toda la familia en un día que se mostró exultante como nunca le había visto; las comidas familiares que terminaban con canciones rojiblancas que los niños aprendíamos de memoria; el himno a tope en el coche acompasando el movimiento de las banderas que nos permitía sacar por la ventana cuando subíamos Artxanda camino al estadio; y, sobre todo, la pasión con la que hablaba de su único ídolo, y a la vez íntimo amigo y primo carnal, quien cumplió el sueño de todo niño (también del niño que aitite no fue) y jugó en el Athletic. Quizá le conozcáis, era un tal Piru Gainza.
Con respecto a aitite, mi mayor temor siempre ha sido olvidarle. Me aterra que el paso del tiempo entierre los pocos recuerdos que de él tengo bajo el paso de nuevas vivencias. Un ejemplo: hace ya años, seducido por los recuerdos cargados de felicidad que en mí provocaba cada vez que la apreciaba, decidí empezar a usar la misma marca de colonia que él llevaba. Las primeras veces, cuando salía de la ducha y pulverizaba el perfume sobre mí, a mi mente acudía el vívido recuerdo de los abrazos que con toda la fuerza de mi ser le daba cada vez que le veía, el olor de su cuello al que me aferraba cuando me llevaba ‘aúpas’, su presencia, tan inmensa, tan tranquilizadora. Pero después, a fuerza de vestir mi rutina con esa fragancia, dejó de funcionar el condicionamiento proustiano y, poco a poco, los recuerdos fueron haciéndose cada vez más difusos, hasta que un día dejaron ya de responder a la invocación del aroma. Hoy mi colonia es sólo la mía.
Siempre he temido olvidarle, sí. Pero también traicionar su memoria. Ser alguien distinto a quien él pudo haber soñado que yo sería, elegir caminos en la vida que a él le hubieran disgustado.
Pero os contaré algo. De alguna manera, estos miedos han desaparecido. Gracias a una revelación acontecida, dónde si no, en el lugar donde acontecen los sueños: San Mamés.
Ocurrió una tarde de comienzos de la temporada pasada. Me dirigía al estadio junto a mi mujer. Era un domingo cualquiera. Recuerdo que ella estaba embarazada y que aquellos días apurábamos las noches hablando emocionados de cómo creíamos y querríamos que fuera nuestro esperado primer hijo, Oihan, quien pronto nacería. Serían las cinco menos poco, porque caminábamos deprisa, confundidos entre la marea rojiblanca de cada domingo. Al pasar junto al Miguel Ángel (es un bar), recordé un instante los días en que en ese mismo lugar aitite me presentaba a sus amigos como el futuro ’9′ del Athletic y cómo me orgullecía y sonrojaba al mismo tiempo escuchar aquello. Y en ese preciso momento aconteció lo mágico. De pronto, los que marchaban frente a nosotros se apartaron y se reveló la siguiente escena: un hombre caminaba con un niño de unos seis años a hombros. Ambos iban vestidos a juego, con la camiseta rojiblanca del Athletic. No vi sus caras, pero me hablaron sus espaldas. En la del niño lucía el número 8 y un nombre cualquiera. En la del hombre, el número 10, el número perfecto del jugador perfecto, brillaba bajo un arco escrito con la siguiente palabra escrita en mayúsculas: AITITE.
Confieso que me desbordó la emoción, porque comprendí de pronto que, de alguna manera, aitite, mi aitite, a quien tanto echaba de menos cada día, estaba allí los domingos, en San Mamés. Y lo estaba de varias maneras. Por supuesto, en cada abuelo (¡y padre, y madre!) como aquel, que llevaba al campo a su nieto, a quien narraba las gestas de Piru, Iribar, Panizo, Argoitia, Koldo Agirre, Dani, De Andrés, Larrazabal, Txetxu Rojo, Guerrero, Fidel Uriarte, Zarra, Urrutia, Argote, Sola, Gorostiza, Iriondo… mientras el niño atendía veneración, como yo había hecho tantas veces antes. Pero estaba también entre el público, con los jugadores, en el palco. Sí, lo estaba, pues comprendí que al igual que yo podía afirmar sin temor al anacronismo que nosotros habíamos vencido la Liga 69-70 o la copa de 1973, y entonces ni siquiera había nacido, podía decir sin equivocarme que si ganábamos o perdíamos ese partido que hoy se jugaba, mi aitite también lo haría, porque ganábamos o perdíamos nosotros.
Esa es la verdadera grandeza del Athletic Club: la manera en que, con el paso de los años, ha ido tejiendo una identidad que es tan fuerte que traspasa aquello que nos separa, incluida, sí, la muerte. Pensarás que exagero, pero no tanto. Piensa en qué tienen en común esas dos personas tan amadas por mí: mi aitite, nacido en 1925, que vivió la guerra, la posguerra y la dictadura, que jamás tocó un ordenador, un teléfono móvil, y mi hijo, venido en este mundo global en 2010. Te lo digo yo: el Athletic, que aún siendo muy distinto, en 1925 y hoy es también el mismo, al igual que tú siempre serás la misma persona por mucho que cambies.
Os cuento que desde esa tarde en San Mamés en que aquella camiseta me alegró la vista, soy más feliz. Sigo echando de menos a aitite, claro. No os imagináis hasta qué punto. Pero cada 15 días, en San Mamés, siento que estoy con él. Miro alrededor y le veo en cada rostro felizmente rojiblanco de este maravilloso 2012 y sé que le veré también el 9 y el 25 de mayo, cuando Gurpegi alce las copas al cielo en el que él vive. También sé, por supuesto, que muchos otros aitites, amamas, aitas, amas, hermanos y amigos estarán allí aunque alguna gente sin fe no pueda verlos. Entre ellos, Iñigo Cabacas, Karmelo Ortiz, Txetxu Lanza y todos aquellos, en fin, cuyo recuerdo luchamos por mantener.
Así, creo que gracias al Athletic he curado una herida, que aunque aún duele, al menos ya no sangra. Gracias a aitite pude ser un niño y gracias a él (y a otros como él, que sufrieron 40 años de humillaciones y nos legaron un país mejor) también podré ser mayor, ya que no he tenido que partirme el corazón por sobrevivir. Me digo que me haré mayor, pero algo no cambiará. El Athletic seguirá estando ahí y nosotros seguiremos yendo a San Mamés (a un nuevo estadio, sí, pero será San Mamés). Y entonces un día seré yo quien lleve a mi nieto sobre mis hombros, vestidos los dos con los mismos colores. Y fijaos bien en lo que os voy a decir: ese día mi colonia, esa que ahora es sólo mía, será para él la de aitite.