miércoles, 13 de abril de 2016

Y nosotros, ¿qué?

Artículo publicado por Santi Echevarría en el blog https://habitualdesanmames.wordpress.com el 12/04/2016

Tal vez no exista peor delito que traicionarse a uno mismo. Lo explicó muy bien, sin pretenderlo, Howard Kendall, al recordar una confidencia de Sammy Lee.

Y San Mamés era especial, sin ningún género de duda. Recuerdo que Sammy Lee se enfrentó al Athletic Club con el Liverpool y dijo que era el mejor estadio de fútbol en el que jamás había jugado. No hablamos de magníficos estadios como el Bernabéu o el Camp Nou. Hablamos de un ambiente, una atmósfera, de un verdadero campo de fútbol.

“A proper football ground!” coincidieron entusiasmados estos dos gentlemen del balompié británico. Mr. Lee recordando la eliminatoria de la Copa de Europa de 1983, y Mr. Kendall reviviendo aquellas lágrimas de 1989.

A proper football ground es lo que fue San Mamés, por lo menos hasta el jueves 26 de abril de 2012, última noche de liturgia en La Catedral hasta la fecha.

Y lo que tenemos ahora es un magnificent stadium con todos sus excelentes adelantos, sus confortables asientos, su megafonía estridente, sus suntuosos palcos vacíos, sus nosecuántas estrellas FIFA y sus LED que centellean colorines cuando marcamos un gol.

Pienso en todo este derroche de glamour, todavía aturdido por un conato de crisis de identidad tras el partido del jueves pasado contra el Sevilla.

A partir de las diez y cuarto de la noche se obró en el nuevo estadio un silencio luctuoso. Nos empataron el partido de forma cruel, de acuerdo, aquel gol fue una puñalada. Pero quedaban cuarenta minutos de football por delante. Cuarenta minutos de competición europea, tal vez los últimos del año en Bilbao.

Cuarenta minutos para partirse el alma y empujar al equipo a pasar la eliminatoria, como hicimos aquel inolvidable día de abril de 2012. El Sporting de Portugal también nos empató el partido en el minuto 43, pero les remontamos con otros dos goles antes del pitido final, en plena catarsis de fervor colectiva por cuanto significa para todos nosotros esa forma particular de entender el deporte y de entender la vida, expresada en el Athletic Club cada vez que el equipo salta al césped.

Pero los cuarenta minutos de indolencia del jueves pasado son realmente vergonzantes. No me refiero a los del equipo, sino a los nuestros: fuimos incapaces de apoyar a nuestro club cuando más lo necesitaba. Nadie ha explicado esto último mejor que Marcelo Bielsa:

"Yo vengo de un país muy “exitista” donde el apoyo y el festejo se multiplican cuando el equipo mejor juega. Siempre me admiró que San Mamés reconociera los momentos de debilidad de su propio equipo, y de que la mayor expresión de aliento fuera para… esa sensación de que te dan la mano para que no te caigas, para que no te ahogues. Una sensación que da mucha seguridad a quienes están compitiendo. Es el mensaje que más voy a recordar. Un estadio que es, no por sí mismo, sino por quiénes lo ocupan."

Se refería, por supuesto, al proper football ground y no al magnificent stadium.

¿Cómo le explicamos ahora a Marcelo lo que pasó el jueves en la grada?

Y nosotros, ¿qué?

Porque ahora parece que San Mamés sólo alza la voz para quejarse cuando llueve. Ahora, fíjate, pretendemos ver football en Bilbao sin mojarnos…


El 6 de marzo de 1949 ganamos 2-0 al Barcelona con goles de Zarra y Venancio

Pero lo cierto es que esa lluvia racheada entrando por ingenieros ha sido siempre una herramienta más de nuestro juego. Cómo olvidar, por ejemplo, aquel box to box contra el Barcelona (temp. 2011-12) en la tarde en que San Mamés consagró por fin su fe a la doctrina Bielsa.

Qué partido aquél, por citar sólo uno de tantos chaparrones en los que todos nos calamos hasta los huesos del mejor football y terminamos por la noche sin garganta de pura emoción. Y ahora parece que queremos renegar para siempre de uno de los rasgos más elementales de nuestra cancha y nuestro carácter.

Si somos precisamente hijos de la lluvia. Hijos del comercio victoriano, de la audacia del capital, de la mano de obra asfixiada, de la campa de los ingleses. Somos hijos de las minas y del hierro. Del Arriaga y del Carlton. De la industria pesada y del ferrocarril. Del siglo XIX. Hijos de la cultura del romanticismo. De la mugre de la ría, del astillero oxidado, de los humos de altos hornos. Somos hijos de ingenieros, de obreros, de navieros, de migrantes, de banqueros, de aldeanos, de villanos.

Ni la identidad del Athletic Club ni la de la ciudad de Bilbao pueden explicarse sin todo lo anterior.

O tal vez sí. Quizá las cosas hayan cambiado para siempre.

Porque nuestros hijos serán —si es que nosotros no lo somos ya— los hijos del Guggenheim y de los fosteritos. Hijos del Domine y de la alhóndiga de Stark. De los cruceros en Getxo y las estrellas michelín. De Calatrava y sus cositas. De la Gran Vía peatonal. Y está muy bien, muy bonito, pero ya es otra cosa. Nuevos iconos, se entiende, para nuevos tiempos y nuevos desempeños. El nuevo estadio sólo puede explicarse dentro de esta lógica de transformación de Bilbao y del Athletic Club.

Y de ahí nace ese conato de crisis de identidad tras el partido del jueves pasado, que me aturde mientras pienso todo esto.

Mientas echo mucho de menos el proper football ground que conocieron Howard Kendall y Sammy Lee en los ochenta.

No me entiendas mal. No pretendo encarnar a un nostálgico trasnochado. Somos hijos del tiempo que nos ha tocado vivir, y hemos de celebrarlo y pelear por nuestro ahora. No quiero volver al Bilbao oscuro, inundado y yonki del 83. Porque yo mismo, lo confieso, aplaudí el nuevo estadio, una vez estuvo terminado. “¡Campazo, eh!”, nos decíamos todos…

Pero superado ese deslumbramiento infantil de inaugurarlo, agotado ya ese placer intenso pero efímero de estrenar algo nuevo, cerrada ya esa boca abierta en aquella noche de verano frente al Nápoles, ya sólo me queda una amarga melancolía por aquel pasto verde de 1913 que aprendimos a amar desde cachorros, agarrados a la mano de aita o de papá, trepando la escalera de hormigón, y asomándonos con devoción verdadera a la hierba empapada de San Mamés.

Y queda también la conciencia dolorosa de que hemos sido nosotros mismos, en una borrachera de bilbainada, quienes hemos echado abajo nuestro proper football ground para levantar un magnificent stadium, que ahora somos incapaces de llenar. Ni siquiera en las noches de precepto.

Y queda la impresión de que, precisamente una institución que se fundamenta sobre criterios de identidad, se ha arrojado una durísima piedra contra su tejado más sensible.

Pero existe un resorte al que agarrarse para resucitar el espíritu de La Catedral: en Santa María de Lezama —esencia de lo que somos y seremos— los cachorros custodian ahora un pedazo de hierro viejo y encorvado, que aún nos evoca a todos el Athletic triunfante.

Ese arco a contraluz de las noches de football nos recuerda que todo es posible. Que lo hemos hecho y que lo estamos haciendo, que somos protagonistas del relato más delirante de la historia de los hombres que pateaban un balón: el de los once aldeanos en calzones disputándole una pelota de cuero a Di Stéfano y a Bobby Charlton, después a Cruyff y a Dino Zoff, más tarde a Schuster y a Maradona, y ahora a Wayne Rooney y a Lionel Messi, y en adelante los que estén por venir.

Porque somos hijos de una sensibilidad determinada para observar la naturaleza del deporte, magistralmente explicada por Álvaro Alonso cuando recuerda el campeonato de Wimbledon de 1921:

"En aquellos orígenes del deporte moderno, Inglaterra estaba entregando a la civilización una de sus mejores herencias: el fair play, esa secreta combinación de lucha y amistad. Para ellos la victoria era mucho más que un resultado favorable: era un modo elegante de estar en la cancha, de lograr ese resultado con medios proporcionados, de vencerse a uno mismo con honor. Y cuando esto sucedía, ambos rivales podían mirarse mutuamente con la victoria en los ojos; solo uno había “ganado”, pero los dos habían “vencido”, porque el deporte no es otra cosa que el viejo instinto de la lucha transformado en nuevo afán de superación."

Aquel verano de 1921, por supuesto, el Athletic Club fue campeón, al ganar por cuatro goles a uno en San Mamés frente al Atlético de Madrid.

Asterix contra los romanos. David contra Goliath. El Quijote y sus molinos. Llámalo como quieras. Pero no olvides la abismal diferencia que existe entre esos tres relatos y el nuestro.

Aquellos son ficticios. El nuestro es real.

Y tenemos el privilegio de reescribirlo en cada partido. De nosotros, de nuestro carácter, de nuestra identidad, depende todo.

Piensa en ello cuando vuelvas a San Mamés.

Imagina que el arco sigue ahí.

Y alienta a tu equipo.