(Artículo publicado por Jon Agiriano en el diario El Correo, 25 de abril de 2009)
El genio y el gigante
Durante dos temporadas, el Athletic no celebró ningún título. A la gresca con los diversos estamentos federativos, el club no participó en la Copa de 1912, que fue un año de luto en Vizcaya, conmocionada por dos tragedias desgarradoras: la terrible galerna que se llevó a 115 arrantzales bermeanos y la avalancha del Circo del Ensanche, en la que murieron 45 personas, 41 de ellas niños. En la edición de 1913, disputada en Madrid, los rojiblancos cayeron en la final ante el Racing de Irún. Fue una sorpresa porque, tras merendarse al Real Madrid por 3-0 en la semifinal, eran los favoritos. Sin embargo, la cosa se torció. La final terminó 2-2, después de que al Athletic le anularan la friolera de seis goles. El árbitro implacable, que quizá tenga todavía el récord mundial de goles invalidados a un mismo equipo, se apellidaba Rodríguez. Al día siguiente tuvo lugar el desempate. Jugando la mayor parte del partido con un hombre menos debido a una lesión de Pinillos, los bilbaínos perdieron por 1-0.
Dicho queda que, durante dos años, no hubo que hacer sitio a un nuevo trofeo de Copa en las vitrinas. Ahora bien, el Athletic no perdió el tiempo. En realidad, hizo algo más importante que ganar un título: asegurar su futuro como club. Ello fue posible con la construcción de San Mamés, inaugurado el 21 de agosto de 1913. Y también con la paulatina consolidación de un equipo formidable en el que, por encima de todos, destacaron dos futbolistas legendarios, los dos primeros ídolos de la historia rojiblanca: Pichichi y Belauste. Sin desdeñar a sus compañeros, a los Hurtado, Laca, Ibarreche, Zuazo, Iceta, Sabino Bilbao, Ramón Belauste, Allende, Eguía, Germán Echevarría, Apón, Zubizarreta y demás leones -el apelativo se les puso entonces y quedó para siempre-, es obligado detenerse brevemente a recordarles.
Hijo de un abogado de Amurrio y sobrino de Miguel de Unamuno, Rafael Moreno Aranzadi, Pichichi, fue un genio, un futbolista adelantado a su época. El origen exacto de su apodo legendario no está del todo claro. Algunos sostienen que fueron unos chavales mayores que él los que, viéndole jugar en la Campa de los Ingleses y admirados de su talento, se preguntaron asombrados quién era ese 'pichichi'. Otras fuentes aseguran que el mote se lo puso un descubridor de talentos, que, tras observarle en un partidillo, pidió que alguien le presentara a ese 'pichichi'. Da lo mismo. Lo importante de verdad era que ese alumno de los Escolapios, al que su hermano mayor Raimundo pulió como un diamante para el fútbol, lo tenía todo: clarividencia en el juego, un disparo demoledor, dribling, un sexto sentido para el gol y carisma. Mucho carisma. El suficiente como para que San Mamés le adorara y le abucheara cuando pensaba que no rendía al máximo. De hecho, dos meses antes de su muerte a los 29 años -se dice que por unas fiebres tifoideas provocadas por unas ostras en mal estado- el mismo público que le elevaría rápidamente a los altares le pitó con saña sarracena tras ser expulsado en un amistoso ante el Sparta de Praga.
El pañuelo a la cabeza
José María Belausteguigoitia Landaluce era otra cosa, una fuerza de la naturaleza. 193 centímetros de altura y 95 kilos de músculo puestos al servicio del Athletic. Honesto y viril, famoso por el pañuelo de cuatro nudos con el que se protegía de una incipiente alopecia, prenda que popularizó como estandarte de un fútbol para hombres de una pieza, fue el mediocentro indiscutible, la columna imponente sobre la que reposó el equipo durante doce temporadas. Ganó seis copas y fue el capitán de la selección en los Juegos de Amberes. Fue allí donde parece ser que pronunció, en un partido ante Suecia, su famosa frase de «Sabino, a mí el pelotón que los arrollo». No deja de ser curioso, por cierto, que el héroe fundacional de la llamada furia española fuese un abogado nacionalista, militante primero del PNV y luego de ANV, euskaldunberri en un tiempo donde serlo era una excentricidad, que tuvo que exiliarse dos veces, la última y definitiva tras la Guerra Civil. Pero así se escribe la historia.
La cinta métrica
Aquel gran Athletic que conquistaría tres títulos consecutivos no tardó en desquitarse de la derrota en la final del año anterior. Una vez reparado el cisma entre los poderes del fútbol y creada la Real Federación Española, ésta decidió crear un nuevo formato en la Copa. La disputarían los cuatro vencedores de los campeonatos regionales. El Athletic arrasó en el suyo y se enfrentó en las semifinales contra el Vigo Sporting, al que también dilapidó, ni más ni menos que por 11-0, con cuatro goles de Pichichi y tres de Apón.
Se cuenta que, al término del partido, para el que se contrató por primera vez a un árbitro inglés, mister Rowland, el portero vigués Méndez pidió una cinta métrica para comprobar si las porterías de San Mamés tenían las medidas reglamentarias. Es de suponer que, durante la cena de confraternización entre los dos equipos en la cafetería La Alcazaba, que quedaba en los bajos de la sede del club en la calle Ayala, el 'goal keeper' gallego tuvo que soportar algunas bromas por su exceso de suspicacia. El partido de vuelta, ya intrascendente, terminó con empate a tres.
La final se disputó en Irún el 10 de mayo de 1914. La victoria del Athletic fue más ajustada de lo esperado. El España de Barcelona planteó un choque duro y áspero, sin concesiones y sin amilanarse ante la masiva presencia de hinchas rojiblancos en las gradas de Costorbe. Dos goles de Seve Zuazo en los minutos 20 y 29 encarrilaron el partido. Coletas marcó el gol del honor para el España en el minuto 89. El Athletic obtenía así su sexto título de Copa y su hinchada cantaba por primera vez el 'Alirón', tras adaptar a su antojo la letra de un cuplé que había popularizado Teresita Zazá.